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Horror de la singularidad

Bret Easton Ellis es un escritor impresionante y sus novelas valen más, para comprender donde vivimos, que muchos estudios científicos o que muchos supuestos ensayos filosóficos. Como cualquier novela, la recreación del pacto de lectura tiende a imponernos como universales lo que no son sino experiencias particulares. En cualquier caso, Ellis tiene la virtud de hacer novelas políticas sin dar lecciones sobre los malos y los buenos (en España, el máximo exponente de ese vicio didáctico es Muñoz Molina) y de plantear problemas filosóficos sin subirse a la parra especulativa (algo que lastra, hasta volverlas pedantescas, las novelas de Houellebecq).



Lunar Park continúa con la antropología de las clases dominantes y de su mundo disciplinado, vacío y envuelto por el medio terapéutico. La novela tiene la virtud de mostrarnos, mejor que otras y sin decirlo explícitamente, una de los efectos más inquietantes —da en el clavo tratándolo en la lógica del terror— de la ideología neoliberal : la concepción de la progenie como una inversión a largo plazo (la familia como empresa, que decía Becker), el entrenamiento permanente de los niños para gloria final de los fantasmas paternos, la multiplicación de muletas farmacológicas para calmar la ansiedad del niño competitivo. Julián Marías escribía que la infancia variaba poco con el paso de las generaciones y que su modelo de ser niño no era muy distinto del de Madrid de finales del XIX. La apreciación de Marías (de 1947) nos permite medir lo lejos que estamos hoy en cuanto a definición de las clases de edad.
La norma neoliberal racionaliza y estructura (a menudo con ropajes alternativos: sería mejor decir, antagónicos de las masas y lo común, buscando distinguirse hasta estallar de goce, cultivando un  enorme elitismo racista contra los hombres, mujeres y niños habituales) los ritmos de la infancia según las normas estéticas, cognitivas, intelectuales, terapéuticas y de ocio de un mercado de especialistas en perpetua competición. El fin del patriarcado, enseña Ellis, entrega la crianza a sargentas subalimentadas y a stajanovistas de la juventud eterna, rodeados de un ejército de mangantes que presumen de científicos y que convierten la vida de los niños en un minucioso plan quinquenal neoliberal, mientras sus padres solo son capaces de hablar con un psicólogo por notario. Queda la huida.
Han hecho una película. Se espera con ganas.

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