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Qué nos da miedo

Scream IV es una muy buena película, infinitamente más crítica y profunda que mucho presunto cine intelectual: una muestra de que el cine inteligente y político puede ser cine popular. La tarantinización de las prácticas y la disneyficación de los protocolos de los que habló Perry Anderson para describir nuestra cultura se muestran con mucha gracia. El comienzo es un análisis de los efectos, positivos y estandarizados, de los cultural studies en el cine. El diálogo de los policías -una versión lúdica-gore de No Country for Old Men- es impagable y revela el desprecio a lo público y a la autoridad como clave de la mentalidad del cine de psicópata y del cine posmoderno: algo que viene de la novela de detectives, pero aquí el malo no es inteligente sino carente de escrúpulos (o autista como Michael Myers o especialista en juegos afectivos múltiples, es decir, ha leído literatura de autoayuda y está contento de haberse conocido) y de una violencia incontrolable. Dejando de lado al monstruo traumatizado, más de los 70-80 (Jason, Myers, Lecter está a medias), un tipo de pájaro, el listillo violento, humanamente plano pero manipulador, que abunda por doquier. De ahí que como apunta la película sea un cine de aprendizaje, auténticas novelas de formación del carácter para los chicos y chicas del capitalismo neoliberal, adictos al Facebook y a Twitter, y apoyados en la exhibición permanente de sí mismos.
Sin embargo, hay algo morboso y cómplice en toda esa reflexividad: la ausencia de alternativa, el aspecto de los actores (hay una complicidad estética, que contradice el discurso profundo), la ausencia de moral (salvo... de los policías, tontos: pero buenos y de sentimientos sinceros) y sobre todo la invisibilidad de toda desigualdad que no sea la de la fama.

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