“Feliz quien de la mar escapa a la
tormenta y arriba a puerto! ¡Feliz quien de sus penas por encima se sitúa”,
cantaba el coro de Las Bacantes. Y
concluía: “A quien quiera que goce día a día de una existencia dichosa, a ese
considero yo un individuo feliz”.
Disfrazado, como tanto le gusta, con una
entrada que anuncia claramente que nos hallamos ante algo terrible, llega con
“melena de agradable fragancia y rubios rizos de color vino, poseedor de los
encantos de Afrodita en sus ojos”; se acerca a un hombre que, lejos de buscar
el puerto, embiste contra la tormenta. Incapaz de aclararse lo turbio de su
deseo, y si no puede huir de él, corregirlo, lo contemplamos maldiciendo a las
mujeres, por putones, por vulgares. Y con una mujer vulgar se va a confrontar,
una auténtica cani, el prototipo de
todas las mujeres que, al comienzo, vemos rebajar en una conversación telefónica
con su prometida.
¡Ah!, pero pronto da muestras de que algo no funciona. Hechiza al
intelectual con su representación y entre grosería y grosería lanza preguntas:
¿a qué viene tanta afición por Sacher-Masoch? La Venus de las Pieles,
además de una canción de la Velvet Underground, ¿no es una obra de alguien que
pretende definir el deseo del otro, en este caso el de la mujer, ordenando cómo
tiene que amarlo? ¿No hay en toda ese ritual de seducción mucha miseria
sociológica (lucha de clases, dominación masculina)? El intelectual, por
supuesto, se confirma en sus lamentos: estamos en una época terrible, incapaz
de apreciar la pasión, de reconocer la grandeza de los amores fuertes. Pero la
actriz acaba mostrándole que la obra habla de él y que detrás de su misantropía
hay un deseo oculto, el mismo que embraga al héroe de La Venus de las pieles.
Penteo, en la tragedia de Eurípides, no
solo desmerecía a Dioniso, también deseaba encarcelar a las mujeres bajo su influjo, porque se
entregaban a estallidos lúbricos que le exasperaban y le aterraban. Su abuelo, sin embargo,
sabía que al dios debía respetársele y que el mayor ridículo consiste en creer
que el exceso debe, por prescripción, eliminarse. Y allá se va el abuelo Cadmo,
con su compadre Tiresias, a danzar con las bacantes, aunque Eurípides recuerda que
no resisten muchos trotes. Ahora
bien conservan la cordura de no querer regimentar el deseo: “Nos vamos a
coronar con yedra y vamos a bailar, un par de vejetes, pero aún así y todo hay
que bailar”.
Penteo, no es sabio como su abuelo, sino
que es un fatuo. Quiere capturar a dionisos, encarcelarlo y escarmentar a sus
adoradoras. Dioniso le embaucará: sabe que se muere por espiar a las mujeres,
que Penteo es un voyeur que odia todo
lo que no puede dominar ni castigar con su guardia, un imbécil que no sabe
hacer el loco cuanto toca, a imagen de los sabios Tiresias y Cadmo. El dios lo
disfrazará de mujer y acabará descuartizado por su propia madre.
Nuestro Penteo, en la película, había elegido una chica previsible,
guapa, deportista, de una Grande École y con un perro al que no sabían si
llamarle Bourdieu o Derrida. Pero tanta ortodoxia no calmaba su sed de
previsión y necesitaba conocerlo todo del deseo femenino. Cómo debía amarlo,
con quien debía engañarlo… Y tras la sumisión se esconde un deseo de control
desmedido, inhumano y un desdén enorme por las mujeres y por el amor. La mala
fe, según Sartre, era querer comportarse como algo previsible teniendo
libertad. El sadomasoquismo está animado por esa pasión: las normas sustituyen
lo imprevisible el sufrimiento permite calmar la angustia de la libertad ajena.
El esclavo manda sobre el deseo del amo, marca la agenda de sus humillaciones,
de ese modo, convierte al otro en una extensión de sus dictados.
Son muchas las que hacen arrogante a
nuestro Penteo contemporáneo: por su desprecio de clase, por su misantropía con
las mujeres, por su ideología literaria purista. Por buscar el amor, a Venus,
sin percatarse que este no llega si uno no acepta jugársela con un deseo, el de
otra persona, imposible de prever. Y quien busca a Afrodita, sin honrar a la
par a Dioniso, merecerá una terrible lección.
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