Mi hijo Manuel ha quedado noveno en la pruebas de
Conservatorio, con lo cual podrá elegir piano. Su madre y yo nos hemos alegrado
mucho y sabemos que él, que aún no lo sabe, se alegrará también.
La entrada de hoy intenta explicar las razones de cómo las ciencias
sociales contribuyen a modificar nuestros sentimientos. Los hacen igual de
fuertes pero les otorgan pequeñas inflexiones. Las creo fundamentales.
Empiezo. Una vez conocidos los resultados he respirado con
mucho alivio. ¿Por? Veo con miedo todo ese ambiente de pruebas y competencia. Y
no estoy seguro de que, si por mí hubiese sido, le hubiera animado a
presentarse.
¿La razón? No puede ser la herencia cultural familiar de mi
hijo. La familia de mi mujer está llena de artistas y Marga misma estudió piano.
Tampoco mi mundo cotidiano en el que, como buen universitario, estoy habituado
a vérmelas ante pruebas constantes, con personas e instituciones, muchas de las
cuales no son fáciles de gestionar, sortear o solventar.
Obviamente pesa mi origen de clase. Donde yo me crié, todas
esas cuestiones no eran para nosotros, eran para otra gente (salvo que se manifestase un improbable genio, un milagro). Por varias razones
(falta de contacto con el arte, terrible desigualdad en la España en la que
crecieron mis padres, ninguno de los cuales acabó los estudios primarios...) pero
yo creo que una era fundamental: obligaban a demasiados riesgos y debía uno
conservarse fuerte, entero, para una vida donde no había red que sostuviese
ninguna caída. Por tanto no podían multiplicarse los riesgos. Las carreras, si
se hacen, cortitas; y que permitan rápido trabajar.
Comentando un informe del Colegio de Francia sobre la
reforma del sistema de enseñanza, Bourdieu exigía que la igualdad no se fundase
en la nivelación, sino en la multiplicación de oportunidades para todos.
Incluidas, en esas oportunidades, el reconocimiento de competencias que los
saberes establecidos no asumen. Este problema, fundamental, nos llevaría muy lejos. El texto se encuentra en Interventions. Science sociale et action politique (Agone, 2002,
pp. 203-210).
En ese objetivo de igualación sin nivelamiento la intervención
del Estado es fundamental. El sistema educativo es terrible, recordaba Bourdieu. Lo
primero en lo que insistía es en la brutalidad de los veredictos y en los
efectos que tienen sobre los niños. Añadía cómo los padres somos cómplices de ello para lo bueno y lo malo. Manuel queda entre los nueve primeros -lo
que permite elegir lo que quería-. Lo segundo, no menos fundamental,
en la multiplicación de los espacios donde cada uno pueda afirmar su
diferencia. Esto suena muy liberal y lo es. Pero el verdadero liberalismo exige
socialismo.
Y aquí vuelvo a entrar en juego yo, el padre de la criatura.
Si ese espacio de las pruebas para ser calificado me despierta tal ansiedad,
¿cómo será para la inmensa mayoría de la población? En alguna parte leí que
Marx se quejaba amargamente de que existen muchos Aristóteles criando cerdos.
Seguramente también muchos Bach que no tienen los medios y, si los tienen,
seguro que se comentan: esto no es para mí. No es que no sepan o no puedan; es que si virtualmente saben y materialmente pueden, ni tan siquiera entra en sus futuros posibles.
Y ahora vuelvo a mi alegría. En nada la enturbia cuanto he
dicho: el amor está más allá de la justicia, recordaba Aristóteles. Y hoy
nuestra pequeña alegría en el amor común con el hijo depende de una décima (lo que lo separa del siguiente). No
es nada y es mucho: todos vivimos de la pequeña diferencia y quizá es realista creer que poco se puede cambiar. La diferencia entre un liberal y un
socialista, o entre alguien que cree en las almas y sus virtudes innatas y
quien escucha a la sociología, es solo una: los segundos no olvidan las
condiciones de posibilidad de la pequeña diferencia. Y exigen, por imperativo
categórico, la lucha constante por la máxima universalización de tales
condiciones. Sin Estado Social, concluía Bourdieu (p. 207), la concurrencia
liberal es un enorme pozo de injusticia; en realidad, un completo timo.
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