Continuando con ideas que surgieron
leyendo el libro de Emmanuel Rodríguez, he aquí unas notas rápidas sobre los
efectos en las comunidades políticas de la competencia electoral permanente. Las
elecciones primarias se han convertido en un auténtico ejemplo de cómo mayor
participación no significa mayor calidad política. La participación se produce
en detrimento de la deliberación hasta tal punto que la discusión política
languidece: solo quedan agentes fijados en su objetivo de acaparar recursos
políticos. Como de costumbre, suelen tener una visión maquiavélica de sus
contendientes y una visión angelical de sí mismos.
Pero quizá la clave se encuentre en
los marcos intelectuales de los agentes. El más grave, sin duda, es el que
identifica el crecimiento de la participación con democracia. La democracia no
es contar votos, sino contar votos en condiciones. Es un sistema complejo de
establecimiento de una agenda, de preparación de las condiciones de
deliberación, de ejercicio de la misma y de cierre: sin cierre de la
deliberación no existe democracia, pero este procedimiento supone los demás. Se
cierra la deliberación porque en las reuniones se respetan los órdenes del día,
se interviene a propósito y se fijan conclusiones adecuadas. Una reunión
pública es una situación frágil, susceptible de ser alterada por los juegos de
una fracción (temporalmente numerosa) e incluso por la capacidad de coacción de
la misma.
Las primarias pueden destruir las
comunidades políticas. Y, sin embargo, son importantes para eliminar el poder
de aparatos que son capaces de mantenerlas, pero creando redes clientelares
centralizadas -que se perciben legítimamente como obligaciones políticas. Ahora bien, la sustitución de estas –las redes centralizadas-
por la concurrencia mercantil de redes clientelares -que se perciben legítimamente como fracciones ideológicas- no solo no mejora, sino que
puede degradar mecanismos democráticos importantes. Por decirlo a lo Castoriadis,
sustituiríamos el capitalismo –político- centralizado por el capitalismo –político-
fragmentario. Fundamentalmente, la idea de que existe un espacio común sobre el
que agruparse por razones no estratégicas. En ese sentido, vuelve a aparecer
clara la virtud del sorteo. Este impide la construcción de fracciones y la
competición por recursos insignificantes. Si para establecer un orden en una
lista electoral votásemos -a la manera de la medieval república de Florencia o del partido gobernante en México MORENA- a los candidatos susceptibles de ser elegidos y sorteásemos su orden, conseguiríamos dos
cosas. Mantendríamos el ejercicio de legitimación en la voluntad individual
(pues la lista a sortear se votaría), eliminaríamos la pelea –con sus enormes
costes- por ínfimas diferencias y evitaríamos sus efectos en los agentes para
entregarse al trabajo de conjunto. Por otra parte, seguro que a nivel de
calidad política una lista sorteada no es peor que una lista ordenada por
agregación competitiva del voto. Dado que las personas que la conforman –y aquellas
que las apoyan- no salen dañadas de la competición –sobre esto advirtió ya
Montesquieu-, seguro que hasta mejora la mentada calidad.
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