De cómo las ciencias sociales clarifican la filosofía V: la permanencia del habitus más allá de sus declaraciones
Uno de los problemas más normales del trabajo sociológico –por ejemplo, sobre las clases trabajadoras, sobre las mujeres y sobre todos los no entrenados en el discurso- es producir declaraciones en personas que ni quieren ni están acostumbrados a contar su experiencia práctica, su visión del mundo y a contarse en ella. Uno de los problemas más normales del trabajo sociológico sobre los filósofos es cómo desenvolverse entre la hiperinflación de declaraciones que hacen sujetos que gustan de contar todo cuanto hacen, a justificarlo con una visión del mundo y a contarse, es decir, a justificarse en ella sin que se note demasiado. Debido al efecto de imposición que producen los profesionales en la economía de los bienes simbólicos, los estudios sobre los productores de pensamiento tienden a consistir en repetir, en paráfrasis, lo que piensan los pensadores que gustan y a criticar con una violencia a menudo fuera de medida (en ningún sitio se oyen insultos más definitivos que en los mentideros intelectuales… ¡sobre todo respecto de los antiguos aliados!) a los pensadores que disgustan.
Uno de los géneros preferidos de los intelectuales es la autocrítica. Bourdieu, en una entrevista, resumía en qué suele consistir el género: uno escribía y decía una idiotez, lo hacía de modo ampuloso; después, en extraña concordancia con los movimientos olfateados en el mercado de bienes simbólicos, de modo no menos grandilocuente, se hacía la autocrítica y con ello se ganaba el beneficio de estar de vuelta. Cuando la cuestión es, quizá, preguntarse por qué había estado de ida, cuando la cosa era moralmente sospechosa y, sobre todo (porque las implicaciones morales de las opciones intelectuales son difíciles de descifrar, como explicaba el Estagirita, en el imprevisible mundo sublunar), intelectualmente inane. La clave, excepto cuando se trata de verdaderas evoluciones intelectuales surgidas de un trabajo serio de revisión –y que no suelen expresarse de modo campanudo-, puede estar en el vínculo prerreflexivo –o cínico: entre el no saber sabiendo y el actuar con cálculo hay un conjunto de grados de objetivación de la acción- entre el habitus del sujeto y el campo en el que se realiza y se constituye: la elección tenía el mismo sentido en ambos momentos, pese a que los contenidos eran, desde el punto de vista lógico, contradictorios.
El aspecto declarativo de la cultura, explica Jean-Claude Passeron en Le raisonnement sociologique (París, Albin Michel, 2006 p, 497), libro que estoy traduciendo y que va a publicar Siglo XXI el año que viene, es el que evoluciona más deprisa. La generación del 68 ha cambiado de modo rapidísimo sus discursos, explica el gran sociólogo francés, no sus categorías mentales y afectivas. Un mao-althusseriano-anarco del 69 no suele serlo en los 80, 90 y en el actual siglo: eso sí, cuando se tiene poco que decir sobre algo concreto, suele ser heraldo del mismo profetismo, aunque ahora de signo invertido. Creerse que con los nuevos discursos se manifiestan o florecen nuevos hábitos consistiría en darle “el crédito a las palabras de ser la verdad del mundo de las significaciones”. Seguramente con él ha cambiado todo un grupo, todo un estado del campo, todo un conjunto de formas posibles de promoción y, claro está, se han cumplido o no las fases de una trayectoria biográfica en el mundo.
¿Se han preguntado ustedes, queridos lectores y lectoras, por qué ningún intelectual español fue krausista (movimiento tan bien estudiado por mi compañero Juan López) después de la guerra civil? Tan mal no estaba, ¿verdad? Y con la de cosas que se han sido…
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