Pepe Carvalho –comenzamos nuestro análisis por Los mares del sur- choca corporalmente con el mundo. Cada una de sus reflexiones contiene trazos de su cultura somática, de cómo ésta se ajusta con otras, de cómo le chirrían. La vida erótica de Carvalho alterna entre el pudor y la objetivación violenta. Pudoroso con Charo, una prostituta, cosificador con alguna de las posibles parejas sexuales.
La cultura somática de Carvalho es compleja, como corresponde a alguien que ocupa un lugar después de haber pasado por todos los lugares (desde el PCE a la CIA). Carvalho tiene la posición epistemológica privilegiada que Lukács atribuía al proletariado, pero no pretende revolución alguna.
Carvalho cura sus depresiones con la comida (15), en parte, porque la comida representa un momento íntimo con su padre. Una visita común a un restaurante, un extra que hizo su padre pese a su desdén por los restaurantes (caros y malos); excepto aquel, al que fue con su hijo. Esa escena, y el paladar primario de Carvalho (78), se contrapone al imaginario estetizado del Marqués de Munt. En él, la comida popular es un escenario de bodegón, un paisaje contemplado por un rico ocioso - y sensorialmente activo- resultado de un viaje (completamente falseado) hacia la alteridad, como por lo demás será toda su vida. Es una alteridad comprada y que tiene retorno sencillo al mundo de la norma, de un individuo que pugna por convertir su vida en una novela decadente. No por casualidad, Munt viene del núcleo franquista de Burgos y tiene los mismos gustos teóricos que Manuel Sacristán (Harich: Ver Asesinato en el comité central). MVM construye personajes tipologizados hasta el estereotipo. Aunque sin duda, no es el único.
La vida íntima de Carvalho se construye sobre los afectos (procedentes de un paisaje infantil hoy maltratado, p. 59). El afecto por su padre a través de la comida y los restaurantes, el afecto por los seres cariñosos aunque no tengan pedigree, capaces de ser felices con poco, como la perra que compra Carvalho después de que le lamiese tras el cristal. Seres demasiado frágiles, que se asustan ante las groserías de policías embrutecidos y clínicamente imbéciles ("¿la vas a capar?"). Carvalho protege a esos seres. La imagen paterna es fundamental en la economía psicológica de los sujetos. A Stuart Pedrell se le busca porque representa un enigma para sus hijos, porque su deseo de traicionar a su clase (votaba a la izquierda, deseaba huir), rompía la transmisión simbólica del pedigree. No por él mismo ya que como ser humano es prescindible, es sólo una posición en la estructura. La lógica capitalista es brutalmente marxista. Así, la mujer de SP dice “siempre usurpamos el lugar que ocupamos". Sin embargo, los pobres sólo pueden dar su persona, su tiempo y no sus bienes. Los ricos nunca tienen tiempo, ni los padres ni los hijos (73).
Esa felicidad básica, de clase, se contrapone a la insatisfacción perpetua de las clases dominantes, las clases con pedigree, donde cada pariente es un recurso. Los ricos, como los escritores, siempre están infelices por su incapacidad para tocar tierra, algo que puede lograr Carvalho con su perrita y con “queso, embutidos, latas de comida para perros, huesos de goma, insecticida, desinfectante, cepillo, todo lo que pueden necesitar un hombre y un perro para ser felices” (16-17).
Con los primeros, Carvalho tiene la distancia corporal de clase para protegerse (no puede traicionar a su naturaleza, 54) y toda una disposición afectiva de ácero. Bleda, la perrita, irá a la cama mientras Carvalho y Charo hacen el amor. Como si fuera una hija, Carvalho se comporta con ella con el máximo pudor. Con la hija de Stuart Pedrell (a la que le da asco la comida y es macrobiótica, 72), Carvalho hace un despiece analítico de carnicero sexual y la convierte desde la primera mirada en una presa. La perra es una hija y la hija es una perra. Por lo demás, todos los ricos hacen deporte y todos los arribistas (véase Francesc Artimbau, 34) vigilan el peso e introducen el cálculo permanente en el cuerpo y en sus vidas. Cada uno de ellos tiene un cuerpo que acompaña a su posición de clase: el bohemio quiere adelgazar sin que se note (aún no quiere ser identificado con los dominantes), mientras que Planas es meticuloso con el cuerpo como con los negocios. Él va a Balnearios (recintos siniestros de explotadores frívolos y ultras... más los rojos acomplejados) y Carvalho le desea una feliz muerte (53). De SS bielorrusa, como se verá más tarde.
Con los segundos, que consiguieron engañarlo por un tiempo, Carvalho sólo dispone su constancia (ver 71) de exorcista impenitente: la quema ritual de libros. De cuando en cuando vuelve a verlos para encontrarse con un alter ego de Vázquez Montalbán, corporalmente humillado (véase El Balneario), o perdido entre pedantes elitistas (véase el coloquio sobre la novela policíaca en Los mares del Sur) que sólo desean brillar entre vaciedades. Carvalho no perdona a ningún polo del campo filosófico o literario. La lista de libros quemados merece hacerse. Aquí arden entre otros Trías y Forster, Bréhier y La Pléyade.
La cultura somática de Carvalho es compleja, como corresponde a alguien que ocupa un lugar después de haber pasado por todos los lugares (desde el PCE a la CIA). Carvalho tiene la posición epistemológica privilegiada que Lukács atribuía al proletariado, pero no pretende revolución alguna.
Carvalho cura sus depresiones con la comida (15), en parte, porque la comida representa un momento íntimo con su padre. Una visita común a un restaurante, un extra que hizo su padre pese a su desdén por los restaurantes (caros y malos); excepto aquel, al que fue con su hijo. Esa escena, y el paladar primario de Carvalho (78), se contrapone al imaginario estetizado del Marqués de Munt. En él, la comida popular es un escenario de bodegón, un paisaje contemplado por un rico ocioso - y sensorialmente activo- resultado de un viaje (completamente falseado) hacia la alteridad, como por lo demás será toda su vida. Es una alteridad comprada y que tiene retorno sencillo al mundo de la norma, de un individuo que pugna por convertir su vida en una novela decadente. No por casualidad, Munt viene del núcleo franquista de Burgos y tiene los mismos gustos teóricos que Manuel Sacristán (Harich: Ver Asesinato en el comité central). MVM construye personajes tipologizados hasta el estereotipo. Aunque sin duda, no es el único.
La vida íntima de Carvalho se construye sobre los afectos (procedentes de un paisaje infantil hoy maltratado, p. 59). El afecto por su padre a través de la comida y los restaurantes, el afecto por los seres cariñosos aunque no tengan pedigree, capaces de ser felices con poco, como la perra que compra Carvalho después de que le lamiese tras el cristal. Seres demasiado frágiles, que se asustan ante las groserías de policías embrutecidos y clínicamente imbéciles ("¿la vas a capar?"). Carvalho protege a esos seres. La imagen paterna es fundamental en la economía psicológica de los sujetos. A Stuart Pedrell se le busca porque representa un enigma para sus hijos, porque su deseo de traicionar a su clase (votaba a la izquierda, deseaba huir), rompía la transmisión simbólica del pedigree. No por él mismo ya que como ser humano es prescindible, es sólo una posición en la estructura. La lógica capitalista es brutalmente marxista. Así, la mujer de SP dice “siempre usurpamos el lugar que ocupamos". Sin embargo, los pobres sólo pueden dar su persona, su tiempo y no sus bienes. Los ricos nunca tienen tiempo, ni los padres ni los hijos (73).
Esa felicidad básica, de clase, se contrapone a la insatisfacción perpetua de las clases dominantes, las clases con pedigree, donde cada pariente es un recurso. Los ricos, como los escritores, siempre están infelices por su incapacidad para tocar tierra, algo que puede lograr Carvalho con su perrita y con “queso, embutidos, latas de comida para perros, huesos de goma, insecticida, desinfectante, cepillo, todo lo que pueden necesitar un hombre y un perro para ser felices” (16-17).
Con los primeros, Carvalho tiene la distancia corporal de clase para protegerse (no puede traicionar a su naturaleza, 54) y toda una disposición afectiva de ácero. Bleda, la perrita, irá a la cama mientras Carvalho y Charo hacen el amor. Como si fuera una hija, Carvalho se comporta con ella con el máximo pudor. Con la hija de Stuart Pedrell (a la que le da asco la comida y es macrobiótica, 72), Carvalho hace un despiece analítico de carnicero sexual y la convierte desde la primera mirada en una presa. La perra es una hija y la hija es una perra. Por lo demás, todos los ricos hacen deporte y todos los arribistas (véase Francesc Artimbau, 34) vigilan el peso e introducen el cálculo permanente en el cuerpo y en sus vidas. Cada uno de ellos tiene un cuerpo que acompaña a su posición de clase: el bohemio quiere adelgazar sin que se note (aún no quiere ser identificado con los dominantes), mientras que Planas es meticuloso con el cuerpo como con los negocios. Él va a Balnearios (recintos siniestros de explotadores frívolos y ultras... más los rojos acomplejados) y Carvalho le desea una feliz muerte (53). De SS bielorrusa, como se verá más tarde.
Con los segundos, que consiguieron engañarlo por un tiempo, Carvalho sólo dispone su constancia (ver 71) de exorcista impenitente: la quema ritual de libros. De cuando en cuando vuelve a verlos para encontrarse con un alter ego de Vázquez Montalbán, corporalmente humillado (véase El Balneario), o perdido entre pedantes elitistas (véase el coloquio sobre la novela policíaca en Los mares del Sur) que sólo desean brillar entre vaciedades. Carvalho no perdona a ningún polo del campo filosófico o literario. La lista de libros quemados merece hacerse. Aquí arden entre otros Trías y Forster, Bréhier y La Pléyade.
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