Aunque anunciaba a Tucídides en la entrada anterior de esta serie, haré una parada en Ortega. Una
formulación fulminante de la incompatibilidad entre política y verdad se
encuentra en el conocido opúsculo (por su brevedad, no por su enjundia)
“Mirabeau o el político”.
Para Ortega,
el francés representa el arquetipo del político. Un arquetipo es la realización
pura de una virtud humana, que en nada se parece a los ideales: de hecho, son su
opuesto. Los ideales son deseos irrealistas, puras proyecciones fantásticas sin
raíces en las cosas. Los arquetipos, sin embargo, nos muestran lo que las cosas
pueden ser, en toda su pureza.
El método se
quiere realista, y por eso merece considerarse, y mucho. Ortega se pregunta:
¿qué es un político, cómo opera, cuando llega a su máximo grado? Si es así,
insiste con una de sus muchas frases felices, no le pidamos lo que no puede ser
porque la humanidad, cuando se pone idealista, “es como la mujer que se casa
con un artista porque es artista y luego se queja porque se comporta como un
jefe de negociado”.
A su manera,
Ortega pretende una fenomenología del campo político, una descripción de qué
sucede cuando existe un gran hombre, alguien que tiene una idea clara de qué,
desde el Estado, debe hacerse con una nación. Lo primero que es un gran hombre:
empático, capaz de conectar políticamente con sus semejantes. Efectivamente, el
gran político al pensar en sí mismo piensa en los demás, porque su egoísmo
coincide con su obra, en el fondo, con su máximo altruismo. Resentidos, los
hombres mediocres les insultan con defectos que, en el fondo, deberían ser
halagos. ¿Cómo no ser ambicioso cuando se desea crear? ¿Cómo no mentir cuando
se trata de guiar a masas, y de adaptarse a sus estados de ánimo para llevarlos a donde quieres?
Mirabeau, su
héroe, es el modelo de activista. Ortega capta bien una dimensión del político: es un individuo que inventa empresas para todo el mundo, lo importante es tenerlos conectados a él y gestionar la economía de los favores. Bien, Mirabeau, hace de todo, con todos, seduce a sus
carceleros y a sus esposas, a los revolucionarios y a los nobles, mantiene una
tensión épica por crearse un personaje: Ortega señala con mucha inteligencia
como este “atleta en amor” –según se definía- era capaz de escribir cartas a
una de sus múltiples enamoradas y le copiaba, tan ricamente, un artículo de
periódico. El caso era tener a todo el mundo pendiente de él. Excitado
por su contorno, remacha Ortega, Mirabeau no podía ser escrupuloso; eso es
virtud de intelectuales y si uno quiere estar ocupado en las cosas no puede
preocuparse, reflexionar sobre ellas: la política excluye el mimo y el cuidado. Los plagiarios y los venales abundan en los políticos,
pero es que así, y solo así, se gestan los Temístocles, los Alcibíades, los
Césares, los Napoleones. Esos hombres tienen muchos “sótanos”, pero estos forman
parte del gran edificio que representan. En este también tienen su lugar el
afán de justicia y de verdad, la fidelidad a los principios, pero sin el
extremismo con los que los obedece el geómetra o el kantiano, el científico o el moralista. Extasiado con su
héroe, Ortega cita una profunda frase dirigida por tal “león” al “chacal” Robespierre:
“Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios”.
En dos
aspectos, Ortega acierta: el gestor de multitudes necesita acomodarse
constantemente a ellas. El segundo aspecto es que la noción de verdad, en
política, no tiene los mismos atributos que en ética o en matemática. La verdad en política se produce en contextos de escasa reflexión y sobre ámbitos que no admiten trazados precisos. Pero, ¿significa eso renunciar a ver con los ojos del cuerpo y no de la mente, según llamaba Arendt al que era capaz de registrar los hechos? No, Ortega cree que sin verdad no hay política, pero cree que esa verdad no es para todos los oídos, solo para los excelsos. ¿Y cómo surgen los excelsos? Desgraciadamente, el lenguaje de Ortega bascula entre descripción histórica y
esencialismo. Parece que César y Mirabeau representan un arquetipo producido
por el mundo, casi en un juego estético caprichoso y es incapaz de mostrar cómo, en lo
concreto, se forjó tal sensibilidad portentosa.
Pero, y es lo
más grave, si es que César y Mirabeau la tenían… y no fueron dos tahures que
ganaron una serie de manos encadenadas y consiguieron llevarse la partida. Y si
eso es así, el arquetipo político de Ortega se descascarilla: lo único que ha
hecho es recoger el destino de dos mediocres (algo que somos todos para mí, gente media excepto en algún rasgo, pero no para Ortega) y convertir su mediocridad en
grandeza, cuando ésta solo procede del azar histórico.
Si esto fuera
así Ortega sería un modelo de gran intelectual seducido por la pornografía
política y que convierte a ésta, con gesto oracular, en la esencia de la
política. Ejemplifica el modelo del intelectual, en suma, que claudica ante un falso
realismo: el representado por un Mirabeau, lo que le lleva a convertir al
faldero ansioso en condición del hombre que, en ese momento sí, corrigió con
grandeza a Robespierre. Quizá Mirabeau fuera muchas cosas y en alguna de ellas fue
un gran político –al contestar al Incorruptible. En el resto pudo muy bien ser
un formidable cretino, un cortesano con intuición, un señorito con ínfulas… como
lo fue Alcibíades: y en ese
aspecto de sus existencias, tanto uno como otro, fueron una pesadilla para sus repúblicas y un desdoro para lo sublime de los principios en los que creían -si es que el ateniense creía en alguno.
La fenomenología no
resulta porque adolece de un universo poco variado, solo busca, como la ideología, lo que confirma el supuesto de partida. Y el realismo se convierte en hierro de madera;
pura proyección de las apetencias y los fantasmas de Ortega. De hecho, a menudo, ese realismo despectivo es puro sentido común que se pretende innovador, corajudo... Lo es tanto como las extravagancias en un rockero.
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