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Sobre la gran cólera de los hechos III



Aunque anunciaba a Tucídides en la entrada anterior de esta serie, haré una parada en Ortega. Una formulación fulminante de la incompatibilidad entre política y verdad se encuentra en el conocido opúsculo (por su brevedad, no por su enjundia) “Mirabeau o el político”.
Para Ortega, el francés representa el arquetipo del político. Un arquetipo es la realización pura de una virtud humana, que en nada se parece a los ideales: de hecho, son su opuesto. Los ideales son deseos irrealistas, puras proyecciones fantásticas sin raíces en las cosas. Los arquetipos, sin embargo, nos muestran lo que las cosas pueden ser, en toda su pureza.
El método se quiere realista, y por eso merece considerarse, y mucho. Ortega se pregunta: ¿qué es un político, cómo opera, cuando llega a su máximo grado? Si es así, insiste con una de sus muchas frases felices, no le pidamos lo que no puede ser porque la humanidad, cuando se pone idealista, “es como la mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque se comporta como un jefe de negociado”.
A su manera, Ortega pretende una fenomenología del campo político, una descripción de qué sucede cuando existe un gran hombre, alguien que tiene una idea clara de qué, desde el Estado, debe hacerse con una nación. Lo primero que es un gran hombre: empático, capaz de conectar políticamente con sus semejantes. Efectivamente, el gran político al pensar en sí mismo piensa en los demás, porque su egoísmo coincide con su obra, en el fondo, con su máximo altruismo. Resentidos, los hombres mediocres les insultan con defectos que, en el fondo, deberían ser halagos. ¿Cómo no ser ambicioso cuando se desea crear? ¿Cómo no mentir cuando se trata de guiar a masas, y de adaptarse a sus estados de ánimo para llevarlos a donde quieres?
Mirabeau, su héroe, es el modelo de activista. Ortega capta bien una dimensión del político: es un individuo que inventa empresas para todo el mundo, lo importante es tenerlos conectados a él y gestionar la economía de los favores. Bien, Mirabeau, hace de todo, con todos, seduce a sus carceleros y a sus esposas, a los revolucionarios y a los nobles, mantiene una tensión épica por crearse un personaje: Ortega señala con mucha inteligencia como este “atleta en amor” –según se definía- era capaz de escribir cartas a una de sus múltiples enamoradas y le copiaba, tan ricamente, un artículo de periódico. El caso era tener a todo el mundo pendiente de él. Excitado por su contorno, remacha Ortega, Mirabeau no podía ser escrupuloso; eso es virtud de intelectuales y si uno quiere estar ocupado en las cosas no puede preocuparse, reflexionar sobre ellas: la política excluye el mimo y el cuidado. Los plagiarios y los venales abundan en los políticos, pero es que así, y solo así, se gestan los Temístocles, los Alcibíades, los Césares, los Napoleones. Esos hombres tienen muchos “sótanos”, pero estos forman parte del gran edificio que representan. En este también tienen su lugar el afán de justicia y de verdad, la fidelidad a los principios, pero sin el extremismo con los que los obedece el geómetra o el kantiano, el científico o el moralista. Extasiado con su héroe, Ortega cita una profunda frase dirigida por tal “león” al “chacal” Robespierre: “Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios”.
En dos aspectos, Ortega acierta: el gestor de multitudes necesita acomodarse constantemente a ellas. El segundo aspecto es que la noción de verdad, en política, no tiene los mismos atributos que en ética o en matemática. La verdad en política se produce en contextos de escasa reflexión y sobre ámbitos que no admiten trazados precisos. Pero, ¿significa eso renunciar a ver con los ojos del cuerpo y no de la mente, según llamaba Arendt al que era capaz de registrar los hechos? No, Ortega cree que sin verdad no hay política, pero cree que esa verdad no es para todos los oídos, solo para los excelsos. ¿Y cómo surgen los excelsos? Desgraciadamente, el lenguaje de Ortega bascula entre descripción histórica y esencialismo. Parece que César y Mirabeau representan un arquetipo producido por el mundo, casi en un juego estético caprichoso y es incapaz de mostrar cómo, en lo concreto, se forjó tal sensibilidad portentosa.
Pero, y es lo más grave, si es que César y Mirabeau la tenían… y no fueron dos tahures que ganaron una serie de manos encadenadas y consiguieron llevarse la partida. Y si eso es así, el arquetipo político de Ortega se descascarilla: lo único que ha hecho es recoger el destino de dos mediocres (algo que somos todos para mí, gente media excepto en algún rasgo, pero no para Ortega) y convertir su mediocridad en grandeza, cuando ésta solo procede del azar histórico.
Si esto fuera así Ortega sería un modelo de gran intelectual seducido por la pornografía política y que convierte a ésta, con gesto oracular, en la esencia de la política. Ejemplifica el modelo del intelectual, en suma, que claudica ante un falso realismo: el representado por un Mirabeau, lo que le lleva a convertir al faldero ansioso en condición del hombre que, en ese momento sí, corrigió con grandeza a Robespierre. Quizá Mirabeau fuera muchas cosas y en alguna de ellas fue un gran político –al contestar al Incorruptible. En el resto pudo muy bien ser un formidable cretino, un cortesano con intuición, un señorito con ínfulas… como  lo fue Alcibíades: y en ese aspecto de sus existencias, tanto uno como otro, fueron una pesadilla para sus repúblicas y un desdoro para lo sublime de los principios en los que creían -si es que el ateniense creía en alguno.
La fenomenología no resulta porque adolece de un universo poco variado, solo busca, como la ideología, lo que confirma el supuesto de partida. Y el realismo se convierte en hierro de madera; pura proyección de las apetencias y los fantasmas de Ortega. De hecho, a menudo, ese realismo despectivo es puro sentido común que se pretende innovador, corajudo... Lo es tanto como las extravagancias en un rockero.

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