Decretar la ruina Libertad digital, 2 mayo, 2006, por Lucrecio (Gabriel Albiac)
En la Paz, el gobierno boliviano decreta ayer la ruina de Bolivia. Porque es la ruina lo que necesariamente se sigue de un Decreto (Supremo, como el caudillo de Roa Bastos) que pone en fuga al capital extranjero en uno de los países más pobres de la catastrófica Latinoamérica. Siempre la empalagosa mentira: ¡tó par pueblo! Mas todo es, aquí, nada: ausencia vertiginosa de un capital nacional que pudiera hacer frente a las inmersas inversiones que exige la explotación de los hidrocarburos. No hay empresa en el mundo que mida sus inversiones con criterios caritativos. Quebraría. La grandes petroleras, privadas de sus beneficios, bloquearán la inversión y acabarán por abandonar Bolivia a su destino. El gas reposará en sus simas subterráneas. Estéril. ¡Nadie lo venda, es el alma de la madre tierra!, volverán a invocar magos tribales. Y habrá gentes lo suficientemente locas o lo bastante desalmadas como para celebrarlo.
El caso del exalthusseriano Gabriel Albiac merecería un estudio monográfico. Pero no para demostrar cambios o traiciones (el hombre de izquierda que se hace de derecha), sino para establecer la continuidad profunda de una forma de argumentar y de una manera de escribir -que por sí misma delata una manera de pensar-. Es quizá vano -porque no estamos ante confusiones de la inteligencia sino ante fijaciones de la voluntad- mostrar las falacias sobre las que se sostiene el "razonamiento" que reproduzco arriba: la identificación de un presidente democrático con un caudillo por medio de un juego de palabras, la apelación al cretinismo aristocrático de sus lectores con la reproducción de una consigna escrita "a lo andaluz", el cierre de posibles políticos vía la identificación de la economía con el capitalismo de rapiña, la alusión ridícula a magos tribales y a la madre tierra para describir el ideario y la práctica de un presidente surgido de formas modernas de acción colectiva y elegido por sufragio universal de una sociedad movilizada y viva.
Y, por fin, para todos los que no comulguen con nuestro filósofo, edicto psiquiátrico y anatema de catecismo.
Gabriel Albiac es una persona culta y ha escrito al menos un gran libro (La sinagoga vacía). Pero sobre cuestiones políticas, desde que yo lo leo, siempre ha sido igual de baldío. Las mismas pamplinas escribe hoy que cuando pontificaba sobre el "fascismo" del Psoe ("Gal+TV") o sobre la "subsunción real" -idea de Marx que (mal)utilizaba para decir, básicamente, la tontería de que el capital lo domina todo-, por no hablar ya del uso de citas del gran Spinoza (sobre el que insisto, sabe mucho) lo mismo para un fregado que para un barrido. La pregunta sobre Albiac debe ser la pregunta sobre el campo intelectual que lo consagró y que era y es capaz de producir, entre individuos que nos creemos "críticos", la creencia ante discursos ajenos al matiz, faltos de sindéresis, sobrecargados de adjetivos -que encubren en su violencia y su sonoridad mucha ignorancia-; en suma, faltos de racionalidad.
A Albiac no se le puede reprochar que haya cambiado. Eso es algo que todo el mundo debe hacer si así le parece y encuentra buenas razones para ello. El problema es que, básicamente y en muchas cosas (la filósofa Montserrat Galcerán, que lo conoció de cerca, lo explica en Er, nº 34-35, p. 138), siempre ha sido el mismo. Por eso, el discurso sobre la "traición" de Albiac (que muchos examigos, comprensiblemente enfurecidos, utilizan de modo más o menos explícito) enseña poco y deja demasiado claro algo que es menos evidente de lo que parece.
¿Qué permite que un capital merecido como filósofo permita hacer pasar una autosatisfecha apisonadora de topicazos ideológicos (sean los derechistas de hoy o los izquierdistas de antes) por pensamiento y análisis? Ése es el enigma ante individuos como Gabriel Albiac. Un enigma que exige analizar las formas de consagración intelectual existentes en España y los privilegios unidos a una cierta visión -socialmente sostenida y reproducida- de la condición de filósofo. Un enigma que exige estudiar cómo depende el reconocimiento intelectual de los movimientos del campo periodístico y cómo las diferencias mediáticas motivan las conversiones -y las permanencias- morales y políticas. Un enigma que exige delimitar cómo se produce la creencia entre quienes constituyen el mercado de un filósofo. Mercado en el que, la grandilocuencia y la soberbia del gesto ("La filosofía, como el Soberano, es cosa de hombres", nos decía ayer con mucha gracia un amigo), encubre a menudo un argumento escuálido.
Genio y figura. O sea, un problema de hexis... y de las condiciones para su producción, mantenimiento y cambio.
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