¿Qué es una vida verdadera (alethes bios) entre los cínicos, se pregunta, transido de admiración, Michel Foucault en Le courage de la vérité? Aquella que se vive sin dobleces, donde no se dejan concesiones a la corrupción, una vida que se atiene a ciertos principios de manera coherente y que no modifica su identidad de manera constante. Esa vida se transmite en ejemplos, los ejemplos inagotables delk habitus de Diógenes, ejemplos que mientras se repiten, configuran otros habitus, nos ayudan a reactualizarlos, afirman una forma de ser constante a través del tiempo y de los sujetos, permiten recordar y actualizar una vida iluminada por la verdad.
La herencia cínica, precisa Foucault, ha pasado a la cultura occidental por tres vías. La primera vía fue el cristianismo: la búsqueda del sufrimiento servía para comprender lo que hay de más básico y radical en la vida, de Cristo, como rechazo de sus falsificadores: de San Francisco a Ellacuría, tal fue el camino por el que se encarnó la existencia de Cristo. La segunda vía fue la militancia revolucionaria, donde la predicación por el ejemplo -mantenida en el tiempo, a las duras y a las maduras, no simple pose para singularizarse ante los demás- formó parte de toda variante seria de la misma, de Pablo Iglesias a Gramsci, de Durruti a Gandhi. La tercera vía fue el arte: el desprecio por el halago de la audiencia y la defensa de la creación contra las componendas mercantiles (Baudelaire huyendo de la academia, Sartre rechazando en Nobel), testificaba el compromiso a largo plazo con la verdad y la belleza, frente a su distorsión por las modas, frente a la servidumbre con el mercado o con los jefes de los partidos.
¿Y en qué verdad se basa la vida verdadera? No hace falta mucha, ni mucha vida ni mucha verdad, lo que hace falta es tener la voluntad de que ambas se comuniquen. Hace falta querer vivir con arreglo a la verdad, si se quiere, hay siempre una verdad básica que puede orientarnos. A veces, quería decir Foucault, estamos obesos de verdad, bulímicos de descubrimientos, porque no creemos en ninguno, porque nada toca una materia vital que no cree en más verdad que en el poder y el prestigio.
¿Por qué no creemos en nada más? Porque somos incapaces de imaginar un mundo distinto. Porque el sueño en otro mundo, lejos de degradar este mundo (así pensaba Nietzsche, y se ha convertido en sentido común de nuestra época), lo tensa y lo vivifica, siempre que se convierta, como en los cínicos, en un aguijón clavado en nuestra experiencia, que sirva para discernir la verdad de la impostura.
Foucault nos dejó en uno de sus mejores momentos, cuando emergía teóricamente una de las modulaciones más sugerentes de su concepción de la verdad -concepción que le acompañó siempre- como compromiso total de la experiencia personal. Un Foucault en diálogo íntimo -como era costumbre en él cuando de contemporáneos se trataba, sin nombrarlo- con Jürgen Habermas.
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