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A PROPÓSITO DEL ESTADO SOCIAL IV: LIBERALIZACIÓN, CLIENTELISMO

(Véase aquí el artículo en La Voz)

Comentando los ataques que una coalición de religiosos les dirigían a él y a su maestro Ortega durante los años más duros del franquismo, Julián Marías, sobriamente, levantaba acta. La desvergüenza puede ser un defecto individual, pero si se generaliza y se acepta, si nadie hace nada ante ella, si se elogia en público (o, lo que viene a ser lo mismo, se critica solo en privado) se convierte en una norma social como cualquier otra. Hay muchas normas que no se proclaman pero se cumplen. Para comprenderlas, para atenernos a ellas (si no queremos atenernos a las consecuencias), debemos observarlas en las palabras sordas que pronuncian los comportamientos.

Explorar cómo se complementan las palabras y los comportamientos, es siempre un buen ejercicio de realismo moral y de materialismo intelectual. Nadie es absolutamente coherente, por tanto, en el mejor de los casos, los comportamientos, cuando son los de una persona buena, intentan imitar las palabras. Si es más que buena, si es además inteligente, se dará cuenta de que difícilmente se logra: se convierte entonces en una persona buena y magnánima en el juicio sobre los otros. En otros casos, las personas desmienten sistemáticamente lo que proclaman en sus palabras. A veces, porque fuerzas muy poderosas se lo impiden. Nadie puede vivir en contradicción permanente consigo mismo. Normalmente se apaña la percepción de la realidad para no percibir lo que realmente se es y poder seguir hablando y obrando en contradicción. En otros, porque estamos ante un estratega que siente pudor de presentarse como tal. Ninguna de estas dos posibilidades nos aterroriza. Como sabían los griegos los peores (bestias o dioses) son los malos que, sin rubor, se proclaman tranquilamente como tales. Incluso el más ruin homenajea la virtud exigiéndose la hipocresía.

Mucho puede hacerse colectivamente contra los sinvergüenzas: reconocerlos como tales, obligarse a no cooperar con ellos, ignorar sus elogios (preguntándose si hemos hecho algo malo para merecerlos…), prohibirse tomarlos en consideración cuando elaboramos la imagen de nosotros mismos. Si nos refuerzan, es que nos medimos con muy poco, si nos degradan es porque previamente nos han invadido y concedemos importancia a su criterio. Pero se puede hacer más contra ellos (aunque siempre se puede hacer algo, lo mínimo, no colaborar con ellos, incluso cuando estamos obligados a reírles las gracias) cuando los sinvergüenzas carecen de poder. Lo que sucede, cuando las normas para acceder al poder los bloquean o les exigen transformarse. Este último punto es el que importa políticamente.

De vieja sabiduría republicana es saber que se puede tener un buen amo, pero que en la medida que se dependa de él, de su buen humor y de su buena voluntad, no se es libre. Quien actúa con un revolver en la sien, no es libre aunque quien maneja el gatillo nunca vaya a dispararlo. La regulación de las relaciones entre las personas, lo que Ortega llamaba los trámites, el darse tiempo, permiten medir qué me van a solicitar los demás y saber o no si estoy dispuesto a concederlo. La dominación es una relación donde no tengo posibilidad de retirada, sin más trámite que el que alguien nos la impone. Como pocos somos dueños de nuestra voluntad ni podemos evitar que nos desborden nuestras pasiones, la vida social está mejor ordenada, para nuestra psicología y para la del prójimo, cuantas menos posibilidades nos ofrece de ser sumisos, crueles o embusteros. Es decir, cuanta menos dominación hay. Marías lo explicaba bien: pueden insultarnos estos mequetrefes porque el Régimen aúpa a ignorantes sin escrúpulos, aunque también se cuelen buenas personas. Pero no existe ningún mecanismo objetivo que permita cribar a los primeros. La ignorancia procede de que el poder político manipula las instituciones del saber. La falta de escrúpulos de que pocos pueden significarse contra un poderoso en una dictadura.

La legislación laboral existe porque hay que ser un obtuso para pensar que hay un contrato entre un empleador y un empleado: alguien puede dar algo, el otro necesita que se lo den. La ley prohíbe que lo acepte a cualquier precio: en suma, se prohíbe la acción directa capitalista, los empleadores actuando sin mediaciones. El libre arbitrio no es libertad verdadera en condiciones de sometimiento. El cuento de las zorras y las uvas lo explica bien. Los viejos republicanos insistían en que era mejor que los pobres no votaran, porque no podían ser otra cosa que la voz de su amo. No eran siervos, pero sí, como sabían en la Roma clásica, clientes que dependen para poder vivir de prestar servicios que les permitan prosperar. Las condiciones materiales de ejercicio de la libertad exigen que los sujetos controlen buena parte (hasta dónde, he ahí el debate) de su modo de vida. De lo contrario, como explica Andrés de Francisco (Ciudadanía y democracia. Un enfoque republicano, Madrid, La Catarata, 2007, p. 126) en un excelente trabajo, camuflan como igualdad la sumisión real. De Francisco lleva razón: el sufragio censitario puede ser más honesto que el universal cuando los seres humanos no controlan su existencia. Solo aquellos que tienen tiempo, que se encuentran liberados de la necesidad, pueden formarse una opinión autónoma. Hoy pensamos, gracias a la tradición cristiana (que impuso una idea de origen estoico: la fraternidad de todos los seres humanos), que cualquiera puede adquirir la luz, y es bueno que lo creamos, aunque solo un idiota creen en los buenos valores ciegamente. La investigación empírica permite, más allá de los libros, comprobar cómo la dominación puede celebrarse, gozarse y convertirse en modo de vida de aquellos que la soportan. Cuando se habla de liberalizar el mercado de trabajo, de abolir los trámites -los convenios colectivos-, se permite, primero, que los amos se impongan (excepto, evidentemente, aquellos que tengan buena voluntad) y también que solo dando suelta a lo más rastrero de nosotros mismos podamos adaptarnos a la realidad. Las más clientelares de nuestras instituciones ya muestran cómo florecen las psicologías torturadas, dañinas para sí mismas y para los demás, en condiciones de sumisión. Por eso lo segundo, que solo rescatando lo menos digno de nosotros esté uno de acuerdo con su tiempo, me da más miedo que lo primero.

Comentarios

JGNO ha dicho que…
Una gran reflexión.
Una descripción del mundo en el que vivimos… del mundo que hay que mejorar. Adaptarse a la realidad es algo que, en la mayoría de los casos, nos hace renunciar a esa labor. Resistirse a ella, algo por lo que mucha gente no puede optar, nos obliga a atenernos a las consecuencias. Creo que es algo que vale la pena, una decisión (de las pocas, y creo que por suerte) que podemos y debemos estar dispuestos a tomar.

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