Las
guerras míticas se pueblan de héroes o de criminales, impulsados
por motivos espurios o por grandes ideales. Tucídides nos presenta
la guerra con todos esos condimentos, repartidos entre los dos
bandos, alternándose, en ocasiones, dentro del mismo personaje y,
por supuesto, atravesando a cada nación y a sus aliados. Muchos
siglos después, el lector no especialista, pero atento, solo puede
ser sensible ante semejante fidelidad a la experiencia.
Intentemos
analizarla. Decir que Tucídides es objetivo resulta absurdo, si por
eso entendemos que es frío. Al contrario, Tucídides admira la
grande. Lo importante es que sabe enunciarla allí donde la ve, no
solo en aquellos a los que reserva sus simpatías. También, que sabe
admirar modos diversos de grandeza: militar, política, cultural,
simplemente humana. Brasidas, general espartano, es un hombre
bondadoso y recto aunque unas líneas después amenaza con arrasar a
los acantios si no se unen a la lucha contra lo que el considera el
yugo de Atenas. A Cleón, demócrata ateniense, le maltrata en el
retrato pero, sin embargo, su discurso ante la asamblea, por
antipático que parezca, contiene, como señala Castoriadis,i
argumentos contundentes y profundos; Atenas se pobló de demagogos
tras Pericles pero la discusión sobre Mitilene nos dice mucho sobre
la grandeza de la democracia y de su enorme capacidad para estimular
la inteligencia política colectiva.
La
descripción histórica, entonces, no aspira a la falta de juicio
sobre los acontecimientos, ni, por quimérica, a cultivar una
imposible subjetividad pura que registre, sin alterarlos, los hechos.
De hecho, Tucícides comenzó a observar la guerra porque sabía que
iba a ser grande y porque esperaba que de la misma saldrían
lecciones provechosas para el futuro lejano: más que la guerra en
sí, le fascinó el sentido que entrevió en la misma. Tucídides
juzga, denigra y alaba. Incluso, entre sus prolijas descripciones,
tiene espacio para filosofar con alcance: tres dinámicas nos
arrastran a la guerra: primero nos atenaza el miedo, después nos
sentimos compelidos por el honor y, finalmente los arrastra la
ambición. Más adelante cabrá demorarse en esto.
¿Cómo
consigue pues un discurso, que sin ser aséptico, resulta
proporcionado? Porque proporcionado es la mejor palabra que se me
antoja: reconoce las diferentes grandezas y las expone intentando no
derrapar en su medida. En primer lugar, alejándose de los poetas y
aquí tenemos una diferencia de los registros discursivos. En uno de
sus discursos, Tucídides pondrá en boca de Pericles que la grandeza
de Atenas (su cultura objetiva, la forma de criar a sus niños, de
no denigrar a los pobres, de reclamar las energías ciudadanas para
gestionar la ciudad, de construir monumentos y de estimular la
filosofía) no requiere de Homero alguno que la cante. No necesita
retórica, se encuentra ahí, en el espíritu de cada ateniense, en
sus leyes, en sus calles, envuelve su vida: es una grandeza práctica,
más sublime que cualquier leyenda. Pues bien, Tucídides, que fue
estratego de Atenas antes de caer en desgracia, es hijo de esa
ciudad: sabe que lo hermoso no necesita la leyenda y que Homero, en
tanto que poeta, “engrandece y adorna”. Tucídides no: su mirada
prescinde del adorno porque intenta respetar las proporciones y la
esencia del adorno es trabucar lo feo en bello. Por eso censura a
Herodoto, quien mezcla la poesía con las descripciones y de ese modo
concede crédito a las fábulas de la memoria colectiva, construidas,
entonces y ahora, para agasajar al público, diciendo “cosas
deleitables y apacibles a los oídos del que escucha [antes] que
verdaderas”. Historiar no es poetizar, historiar requiere
disciplina en el discurso. Es la base de la ética del historiador.
Sigamos
viéndolo. El historiador se distancia del público, de lo que
Francis Bacon llamará los ídolos de la tribu. Y se basa en
indicios: en su propia experiencia, en la experiencia de testigos.
Estos, sin embargo, tuvieron una experiencia limitada de los
acontecimientos: y no por mala fe, sino porque estaban viviendo los
acontecimientos y no analizándolos, algo que Tucídides, pese a
estar comprometido en parte de las faenas que describe, hizo desde el
principio. No son como él, es decir, no se plantearon de
distanciarse de lo que viven, de sus propias pasiones, y hablan
“según su particular afición”.
La
mirada de Tucídides me parece que, sin forzar su relato, contiene
tres dimensiones: su discurso no busca reconfortar un mercado sino
ser fiel a unos hechos, no se debe, o intenta escaparse, de las presiones de su
público. A riesgo de cometer un anacronismo, llamaré a esta la
primera ruptura de Tucídides: ruptura con el discurso de los poetas
y de todos quienes, en verso o en prosa, incluso bajo la máscara de
la historia, reconfortan a sus receptores inmediatos. El historiador
no quiere representar a nadie, solo a los hechos y, con ellos y desde
ellos, discernir trabajosamente su sentido.
Pero,
¡qué ingenuidad!, dirán algunos. Nadie tiene el registro de todos
los acontecimientos ni puede salvar con justicia las interpretaciones
de quienes los protagonizaron. Tucídides lo sabe y por eso se
disciplina en sus afirmaciones. Segunda ruptura: el historiador
trabaja con fuentes, aquellas de las que dispone y las compara: no
obvia las discordancias y propone interpretaciones restringiéndose a
lo que vio, el contaron o comprobó. No colma las lagunas con
fábulas.
Y,
en fin, tercera ruptura. Durante un tiempo, Tucídides sirvió a su
patria aunque comienza aseverando que ya entonces convirtió a la
guerra en objeto de análisis. Desde el comienzo, Tucídides,
participando, intentó dilucidar qué decían los protagonistas para
justificarse y cuáles eran las causas reales de los acontecimientos,
las cuales, lo sabe, condicionan a los individuos aunque estas “no
se dice[n] de palabra”. Pero lo que no se dice de palabra existe,
vaya sí existe, habla la lengua silenciosa, pero por eso más
efectiva, de la prosa del mundo. Tucídides participó, sí, pero
desdoblándose, objetivando, diríamos hoy, lo que sucedía. ¿Y cómo
puede objetivar uno los acontecimientos que protagoniza? Recordemos
las anteriores rupturas: no buscando halagar al público y
recopilando y confrontando las fuentes. Cuando dirigió Atenas y
cuando sufrió ostracismo, Tucídides era al menos dos individuos:
por un lado, un protagonista, por otro, quien sabe o intenta, con
todas sus fuerzas disponibles, contemplar todos los ángulos de los
acontecimientos.
Distancia
del público y ruptura, pues, con el sentido común. Discurso
constreñido por las evidencias disponibles: no son todas, pero son
las que se encuentran a su alcance. Capacidad para deslindar los
pretextos de las razones, aún participando en los hechos:
objetivación participante, lo llamamos.
En
su obra magna El
sentido práctico,
Bourdieu explica: las ideas personales, bueno, encantan a los que se
tienen por inteligentes. Es el camino más seguro para decir
tonterías, eso sí, susceptibles de ganarse el aplauso inmediato.
Pero existe algo más valioso y que no es personal, sino susceptible
de ser socializado, compartido, por todos los que se esfuercen:
métodos de pensamiento impersonales que nos permiten pensar lo que
hasta entonces resultaba imposible pensar.
La
fuerza con la que tales principios operan en Tucídides lo convierte
intelectualmente en nuestro contemporáneo.
i
Mucho de lo bueno que puedan tener estos apuntes
de clase para la asignatura Historia de la filosofía I (grado de
Historia) procede de la lectura de Thucydide,
la forcé et le droit, París, Seuil,
2011. Pero como no sigo al gran pensador, sino que me apoyo en una
lectura propia de la Historia de la
Guerra del Peloponeso, atribuyo lo
malo a mi responsabilidad.
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