Los partidos políticos reclaman la participación
popular, la implicación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Aunque,
cuando la población participa y se sale de los cauces arbitrados por los
partidos, no pocos se asustan del populismo. La palabra se usa con significados
diversos pero, en este caso, suele referirse a la insuficiente cualidad de las
voces de la gente: su ignorancia, su visión sesgada de los problemas, su falta
de competencias técnicas para comprender y resolver asuntos complejos y graves.
Asumamos –y es mucho asumir, pero baste en este
artículo- que la crítica tiene razones y que la gente no entrenada en política
desconoce cómo enfrentarse a determinados problemas. Constatado lo cual, quedan
dos posibilidades: o bien asumimos que la voluntad popular deben filtrarla los
especialistas de la política (y confiemos en que mejoren un poco) o bien
arbitramos soluciones que promuevan una opinión pública informada.
Centrémonos en la segunda opción. Una posibilidad
estriba en modificar las reglas de funcionamiento interno de los partidos y
abrirlos a la participación ciudadana. Cabe hacer mucho en ese sentido, porque
los partidos vehiculan la participación pero también la limitan. El asunto se
ha tratado y buenos consejos no faltan: garantizar la democracia interna, la
adquisición de responsabilidades por los militantes que actúan sin pretender
ganarse la vida, promover, en suma, una cultura donde no se persiga a quien
disienta de la dirección y que considere un valor la discrepancia razonada.
Pero también cabe promover la actividad ciudadana de
la gente que, por razones diversas, no desea encuadrarse en partidos. Lo señalaba
Lula en un artículo reciente titulado “Nuevas voces en Brasil” y publicado en El Telégrafo: las democracias deben
atender a las demandas organizadas de la sociedad pero también a las de quienes
ni están organizados ni lo estarán porque no encuentran un lugar a su gusto en
la oferta política disponible y en el precio que impone para participar.
Las personas organizadas ya han pasado los filtros
que restringen el acceso a la actividad pública, incluso cuando se sitúan en
las posiciones políticas más modestas. Cualquiera no puede estar en un partido
e influir en él: necesita, ante todo, tiempo y de éste carecen los más
perjudicados –los trabajadores, las mujeres, las personas que cuidan a sus
familiares- por la división social del trabajo. Para escuchar a quienes no han
pasado los filtros, porque no quieren o porque no pueden, sólo existe una
opción: reclutar a los participantes en las deliberaciones a través del sorteo,
método de provisión de los puestos públicos de las democracias antiguas. Al fin
y al cabo, se razonaba en la Grecia clásica, uno elige a alguien como
representante sólo cuando considera que tiene cualidades que le permiten
gobernar. Cuando se trata de problemas que cualquiera, con buen juicio, puede
resolver el recurso al azar impide que gobiernen aquellos que aman demasiado el
poder y buscan perpetuarse en el mismo mediante intrigas. Y de esas gentes,
cualquier democracia, a menor o menor escala, debe protegerse.
Algunos consideramos que las primeras democracias
tienen todavía bastante que enseñarnos. Con esa lógica, ciertas instituciones
(por ejemplo, la municipalidad de Berlín) han recurrido y recurren
crecientemente a pequeñas asambleas deliberativas de ciudadanos no encuadrados
en partidos ni en movimientos sociales. Sobre todo cuando se discuten
cuestiones sensibles para la colectividad y se considera que las plataformas
partidarias no garantizan, por sí solas, la ecuanimidad ni la decisión
informada. Durante un periodo determinado de tiempo, un conjunto de ciudadanos,
elegidos por sorteo, debaten con el objetivo de presentar un informe
argumentado sobre las alternativas disponibles. Éste, por su parte, debe ser
refrendado por la ciudadanía. Se amplían, así, las perspectivas que permiten
decidir a los ciudadanos.
Tales asambleas recurren a tantos expertos como
consideren necesarios. Con estos, la decisión deberá tener en cuenta el
conocimiento adquirido sobre la cuestión por parte de los especialistas (los
cuales, por lo demás, disienten entre sí: razón de más para no confiarles en
exclusiva los problemas de todos). De ese modo, la asamblea emitirá una opinión
razonada, adquirida tras un proceso de verdadera ilustración compartida. La
deliberación, al no estar prefabricada por las cúpulas políticas, seguramente
merecerá tal nombre. Los ciudadanos, por supuesto, tendrán sus opiniones
previas que condicionarán su posicionamiento final. Pero no cabe descartar, y
de hecho sucede a menudo, que la deliberación cambie la perspectiva de los
implicados y que la gente salga pensando aquello que antes ni se le había
ocurrido o le parecía un dislate
¿Entre quien sortear la participación? Solo hay una
respuesta posible: entre aquellos ciudadanos que lo deseen.[1]
¿Y por qué van a desearlo? Institucionalmente, lo más sensato es suponer que por las compensaciones, económicas y simbólicas, que tiene la actividad. La
exigencia de voluntariedad es demasiado selectiva, ya que dar tiempo sin
demandar nada a cambio suele ser un lujo al alcance de aristócratas. Además,
sabemos que no toda la economía es monetaria y que
tras la aparente generosidad se esconde la búsqueda consciente o inconsciente de retribuciones.
El campo de actividad de tales asambleas puede ser
muy amplio. Un grupo de expertos, preseleccionado por el gobierno, ha emitido
recientemente un informe sobre el sistema de pensiones. Otros expertos han
cuestionado la pluralidad del equipo y que tras su supuesta ciencia se esconde
bastante ideología. ¿Por qué no recurrir a informes proporcionados por la
deliberación ciudadana? La pluralidad de recursos intelectuales disponibles es
una condición de tales espacios de deliberación de gente común. Por otra parte,
cabe suponer que la gente común tiene saberes que no alcanza ningún experto. No
en vano, les preguntamos cotidianamente sobre su opinión por medio de sondeos.
Pero los sondeos no permiten la formación de una opinión razonada, aunque
recurren al azar para tener una visión lo más amplia posible de la perspectiva
de quienes no pueden hacerse escuchar en las instituciones políticas existentes.
Las asambleas deberían contar con recursos públicos
para su funcionamiento. Quizá supondrá trasvasar recursos de otras instituciones
políticas: a nivel municipal, provincial, autonómico o estatal existe una buena
caterva de partidas y puestos que solo sirven para reforzar el clientelismo y
la propaganda sectaria. El menú de alternativas disponibles en el campo
político se ampliaría. Para unos seguirá bastando con las opiniones ofertadas
por los partidos. Otros encontrarán un aliciente nuevo para elegir con
conocimiento de causa. Un grupo no enorme, pero sí significativo de ciudadanos,
adquirirán experiencia en los asuntos públicos. Con ella fortalecerán las
neuronas de nuestra inteligencia colectiva y, por ende, de nuestra democracia.
No sólo las instituciones públicas, también los
partidos (e, incluso, los movimientos sociales) podrían recurrir a tales
dispositivos de creación de una opinión informada. Les permitirían tener una
visión más ajustada de qué piensan, cuando tienen tiempo y recursos para
hacerlo, las personas a las que dicen representar. De ese modo, serían aquello
que dicen ser, representantes de los ciudadanos y podrían precaverse contra su
degeneración: ser instituciones gobernadas por elites que expropian la voluntad
ciudadana y se concentran en los problemas y soluciones que convienen a su propio
automantenimiento.
Por razonable que parezca, poca gente en España
propone algo similar. El lector medianamente informado sabe que, sin embargo,
una abundante literatura científica y filosófica (Robert Dahl, John Burnheim,
Bernard Manin, Cornelius Castoriadis, Yves Sintomer, Jorge Cancio entre
nosotros) lleva años proponiendo y analizando la revitalización del sorteo para
mejorar nuestras democracias. Pocos dudan que los partidos y los representantes
sean una parte necesaria de la democracia.[2]
Pero son más quienes dudan de que sean la única alternativa para gobernar con eficiencia
y calidad democrática. La actividad ciudadana y los partidos que, en serio,
comprendan que son, en su estado actual, una parte del problema, tienen en el
recurso al sorteo un mecanismo para limitar el descontrol de las oligarquías
políticas.
[1] La cuestión de la voluntariedad
se tratará en notas siguientes. En ciertas ocasiones, respecto de grupos muy
homogéneos, puede funcionar la idea presentada en la primera entrega de esta
serie. Pero el reclutamiento de ciudadanos bajo coacción presenta demasiados
inconvenientes, incluso proponiendo compensaciones muy importantes. La
democracia ateniense se nutrió de voluntarios para el sorteo, con alguna
excepción.
[2] Debe recordarse el avance que
los partidos políticos supusieron frente a las democracias liberales de
notables: organizaron a las masas que no podían pagarse individualmente
campañas electorales, contribuyendo a permitir la movilidad social a través de
la política –mediante el trabajo dentro del partido. La tendencia oligárquica
de los partidos se conoce desde Robert Michels pero la presencia de grupos
organizados más o menos estables y con ideología sistematizada es un rasgo de
todas las democracias -hasta de la ateniense. Frente a esos grupos, formados por privilegiados, la
organización partidaria, como cualquier burocracia, favorece a quienes
requieren entornos institucionales estables para desarrollar sus habilidades
(cosa que suelen necesitar los más desposeídos) y para enmarcar sus compromisos.
Comentarios
Tu propuesta va aparte de la oligarquía hispana que se reparte el poder y no está dispuesta a que nadie sin el pedigrí suficiente toque "cosas de mayores".
Dices que "desconfían del populismo". No. Sacan a la policía a repartir estopa, o ponen multas descomunales a los estudiantes o la guardia civil quita banderas republicanas, como pude ver ayer en el "homenaje" granadino a Lorca:
el guardia diciéndole a una mujer que bajara la cartulina en la que había confeccionado su bandera.
Hay escenas que traumatizan. ¡A estas alturas! En especial todo lo que es ensañarse con la gente que sólo tiene la palabra para quejarse y dejar a los ladrones campar a sus anchas.
Si estuviera en mi mano te aseguro que emigraba.
en este enlace de Rebelión se ve mejor.
Esto del sorteo le interesa a muy poca gente Ana, ni de derechas ni de izquierdas -ambas muy preñadas del modelo político moderno basado en la idea de que los representantes son pocos y mejores que los representados. A mí si me convence. Y, en cualquier caso, me ayuda para las prácticas de Historia de la filosofía antigua. Uno al fin y al cabo es un profe :)
Un abrazo
Pepe
saludos,
Juan Manuel,
estudiante de políticas.