Alfonso Rojo
llamó gordita a Ada Colau. Fue durante una discusión acerca de la crisis, de su
realidad y de si Colau la amplificaba o no. Rojo le espetó: “Si vamos a lo
personal, para lo mal que lo pinta usted y el hambre que está pasando, yo la
veo bastante gordita”. Una de las cosas buenas de la sociología es reconstruir
los implícitos que conducen nuestro juicio y nuestro ánimo. A veces no son
evidentes en las escenas en que nos movemos. Veamos qué podemos sacar de esta.
Llamándola gorda, Rojo identificaba a Colau con
una acaparadora y, así, reavivaba los viejos dibujos del pueblo oprimido por
individuos cebados. La imagen, hace mucho, dejó de tener sentido. Desde que el
hambre desapareció en Occidente, más o menos al final del XIX, el modelo de las
elites es la delgadez. Y, desde los años 60 y 70 del siglo XX, la gordura correlaciona con una franja depauperada
de las mujeres. Los ricos ya no son gordos por elección (desde el final de la
Edad Media ya había muchos que no querían serlo) y, entre los pobres, sobre
todo en el caso de las mujeres, existe un porcentaje importante de personas con
sobrepeso. En general, gordos y delgados se distribuyen por todas partes el espacio social,
aunque los segundos abundan, fundamentalmente, entre las mujeres con alto
capital cultural. Es decir, del grupo social en el que se ubica Ada Colau.
En ese sentido, Colau desentona con su medio.
Lo hace, obviamente, en más planos (pocas mujeres con estudios se dedican a
hacer lo que ella. Desgraciadamente, pienso yo, porque otro gallo nos cantaría)
pero también en ese. ¿Y por qué es dañino que señalen que, en ese también,
desentona? Porque algunos pretenden que las diferencias sociales y morales se
encuentran encarnadas, esto es, consideran que los índices de lo que tenemos
y somos se pueden leer en nuestro cuerpo.
La idea es estúpida porque el cuerpo solo es índice
evidente de posición social cuando uno trabaja con él, cuando uno es artista,
atleta, bombero. En el resto de los casos no. Pero es verdad que existen
correlaciones y que éstas dibujan un mapa, muy borroso y poco evidente, pero un
mapa, de cuerpos de clase. Entre los hombres las correlaciones entre peso y
clase no son tan significativas y,
a menudo, no lo son en absoluto. Exceptuando un grupo: aquel al que pertenece
Alfonso Rojo. Efectivamente, los hombres con alto capital cultural tienden a
ser más delgados y algunos, como muestra el aspecto y los insultos de Rojo,
tienen eso a gran honra. En el caso de las mujeres, cultura y delgadez, como se apuntó, tienden
a ir más de la mano.
Así Ada Colau se encontró en un triángulo de
tensión corporal: las mujeres de su grupo social, de las que se espera
delgadez, hombres como Alfonso Rojo, más predispuestos al físico y un tercer
vértice difícil de identificar: el individuo explotador que arrambla. Antaño,
decíamos, era el capitalista pero hoy, en el mundo neoliberal, la imagen se
proyecta a las mujeres pobres de Occidente, esas que parasitan los servicios
sociales pagados con los impuestos de las buenas clases medias delgadas. Que Colau
sea una gorda quiere decir: es una mujer que no se encuentra a la altura de su
clase de referencia. En el fondo, se parece a la gente que defiende: gente
pobre y gorda y que son gordos y pobres porque no se controlan y no invierten
bien sus recursos.
Esa es la trampa: creer que la gordura es índice
moral. Porque la gente es gorda o delgada por factores naturales, por gustos,
por hábitos y, cuando, como sucede hoy, intenta contrariar demasiado sus
disposiciones (ya sean genéticas, culturales, idiosincrásicas) se convierten en
personas que solo sirven para adelgazar. Mucha atención al cuerpo es
devastadora. Eurípides y Platón lo decían a propósito de los atletas: son gente
inútil para lo que no sea hacer dietas y perseguir objetivos extravagantes. Hay más obesas entre grupos de mujeres
pobres por el escaso ejercicio, los alimentos baratos, el encierro en la
cocina. Encontramos menos obesas entre las mujeres con alto
capital cultural porque se movilizan mucho contra la gordura : de hecho,
algunas no hacen otra cosa y acaban teniendo problemas de aupa. Pero también
hay, evidentemente, muchas mujeres cultas y gordas. Pero más allá de que estén en un lado o en otro, sean ejecutivas o medio pensionistas, ¿de qué es un signo la gordura? De nada.
Porque lo fundamentalmente tonto es creer que la
calidad moral, ética o social de un individuo se lee en que su cuerpo sea más o
menos estilizado. Y ya puestos a sostener idioteces, podría decirse lo
contrario. Cuando una se moviliza por otras cuestiones, como Ada Colau, es
normal que no tenga tiempo en movilizarse contra la báscula. Y que a los ojos
de alguien como Alfonso Rojo, e incluso de las mujeres que él admira, aparezca
como gorda. Una sociedad de gente movilizada contra los desahucios y las
injusticias quizá incluyese menos delgados entre las clases cultas: más gente
que sabría de economía, de política y menos de retenerse y medir sus calorías.
Quiero ser gorda como Ada Colau sería entonces un programa político liberador. Ese programa se convertirá en realidad
cuando llamar a alguien gordito sea tan ridículo como reprocharle que sea de Getafe o se apellide Martínez.
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