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Sobre la gran cólera de los hechos IV: periodismo y propaganda




En su reflexión sobre la mentira en política, Hannah Arendt constató que  los modernos aparatos de propaganda política no solo actúan refutando a los adversarios. También, y muy fundamentalmente, se dirigen a los propios adeptos, intentando  soldarlos a las propias mentiras. Los mayores enemigos de las grandes maquinarias partidarias y empresariales son los críticos internos. Los aparatos de propaganda, dejados a su inercia, amenazan con dejarle a la verdad escasos resquicios en política. La paradoja es monumental: sin verdad, el propagandista vive en el vacío de su propia irrealidad y carece de agarres objetivos para modificar el mundo. Queriendo convencer a todos de su discurso pierde un elemento precioso en cualquier empresa política: conocer cómo las cosas son, condición indispensable para que, un día, puedan ser de otro modo.
La prensa es fundamental para la formación de la opinión pública, para liberarla de la tendencia, casi fatal, a la mixtificación producida los aparatos de propaganda. Nótese cómo sitúo el problema. La cuestión no es que sea necesario un organismo que registre la realidad sin ideología. Eso es imposible, aunque no está de más recordar que existen juicios fácticos y juicios que valoran estos. A menudo las fronteras no están claras.  Más, sabemos que, entre discutir cómo se registra un hecho y falsificarlo conscientemente, en beneficio de la causa, existe un gran trecho.
Nada repele más la ética de un periodista que la propaganda. A menudo, se atribuyen las deformaciones del oficio de periodista a las presiones de los amos de los medios de comunicación. Tales presiones existen pero quizá no sean la única clave de la degradación propagandística del periodismo. Existen, además, dinámicas internas al oficio y, por supuesto, externas, que se imponen a cualquiera.
Comenzaré por estas. Las épocas de crisis tienden a imponer por doquier lógicas comunes. Habitualmente, cada espacio social tiene sus propias reglas y se considera bien que así sea. Las crisis imponen urgencias y, con ellas, todo parece danzar al mismo ritmo. En nuestro caso, los argumentos políticos se imponen sobre cualquier otro, el miedo económico elimina cualquier consideración ética o estética.
La vida política conoce ritmos. La propaganda forma parte del estado normal del convencido. Cuando llegan elecciones, la propaganda arrecia y contagia su electricidad en círculos concéntricos cada vez más amplios. Si todo el tiempo estuviésemos en elecciones, los juegos sectarios ahogarían la reflexión política.
Una prensa ganada a la lógica electoral se convertiría en pura propaganda disimulada. Quienes desean cambiar las cosas la padecerán tanto como quienes desean conservarlas. Los más sectarios de unos y de otros celebrarán la vida sin claroscuros. Con ella, sin embargo, la verdad irá perdiendo espacio y el debate se convertirá en choque constante de prejuicios.
Si cada más periodistas entran al trapo, se debe a las condiciones internas del oficio. La enorme inestabilidad laboral obliga a tener comportamientos precavidos. Buscar un nicho en la política, por si vienen mal dadas, resulta estrategia comprensible. Obviamente, conviene amigarse con quienes más recursos tienen, por tanto la estrategia no conecta al azar: lo hará, sobre todo, con quienes detentan el poder. Pero no sólo: cualquiera sabe que la menor empresa política abre un espacio para las retribuciones partidistas.
Optar ideológicamente no es criticable, todos lo hacemos: mucho de cuanto existe nos disgusta y puede que creemos que algo, mucho o todo no admite demasiadas componendas. Para acertar a construir algo mejor, necesitamos periodistas que no olviden las reglas del propio oficio. El periodista debe dar la razón, como cualquier ciudadano, a quien le parezca más sensato. Más, entre las reglas de su trabajo se encuentra ofrecer, con la menor distorsión posible, las razones de los demás. La conversión del periodismo en propaganda acabaría con esa regla. Los sectarios saltarían de felicidad si todo fuese o bien un eco de sus convicciones o bien un rechazo. Los que desean cambiar las cosas, los que desean hacer política, periodistas o no, deberían deprimirse. Sin la corrección de lo real, el mejor ideal se convierte en un delirio.

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