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Sobre temporalidad y afecto en Fredric Jameson


El postmodernismo revisado (Abada, Madrid, 2012) recoge una conferencia pronunciada por Fredric Jameson en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Como en el resto de su obra, el lector se encuentra con una enorme panorámica, en este caso sobre los temas del artículo y luego libro que hicieron famosos al pensador de Ohio. 
En su introducción, David Usanos nos recuerda que Jameson no se pretende especialista de todo cuanto analiza y que no se debe juzgarlo desde la estrechez académica. Parece evidente que síntesis tan ambiciosas como las suyas no podrían acometerse con excesivas prudencias gremiales. Por lo demás, Jameson reivindica, algo muy de su cultura universitaria, un mixto entre filosofía y ciencias humanas al que denomina teoría. Se parece mucho a lo que Ortega, no habiendo terminado los 40 del siglo XX, llamaba Humanidades, un género en hibridación entre la filosofía -a la que Ortega no auguraba futuro- y las ciencias humanas -a las que debía asistírseles para que no cayeran en el especialismo y el barroquismo del dato inconexo-. Jameson ejemplifica a las maravillas ese tipo de esfuerzo y parece lógico, cuando se le lee, no pedirle más de lo que ese tipo de trabajo puede dar. Si se le exige excesiva precisión, obviamente, se ha equivocado uno de lectura.
Esto no supone una coraza contra cualquier tipo de crítica. El modelo de Jameson puede mejorar enormemente la vida intelectual o puede convertirse en el coladero para todas las regresiones, desde el ensayismo caprichoso a la administración pastoral de doctrina. Desgraciadamente, a la actividad intelectual llega mucha más gente queriendo condenar que queriendo comprender o, dado que las dos tendencias se encuentran en casi todos, bastante más interesada en condenar que en comprender. En nuestra cultura popular, la distancia analítica es casi un insulto y a veces dan ganas de recordar a los defensores del intelectual comprometido que, para merecer el adjetivo, debe uno ganarse el sustantivo. 
Un par de notas sobre el libro, una sobre el problema de la temporalidad y otra sobre el psiquismo. Empiezo con el tiempo. Jameson considera que nuestro tiempo es presentista, atado al instante. Un ejemplo se encuentra en nuestras películas, donde una trama brevísima sirve cobertura para una previsible sucesión de intensidades -ya sea como explosiones, violencia, sexo, etc. El segundo signo de la ausencia de temporalidad es la pérdida de valor de la utopía. El tercero es la fijación en el cuerpo, en su exhibición y sus logros. 
Dejo los signos segundo y tercero y me centro en el primero. Puede que nuestro cine sea de calidad ínfima -¿en comparación con…?- pero siempre cabe preguntar cuáles fueron las épocas donde los relatos complejos se consumían masivamente. A uno le gustaría conocer estudios de recepción de las tragedias de Euripides en Grecia, o de las novelas de Jane Austen entre la pequeña burguesía de Nevada, pero obviamente no existen. Una cosa es segura: la mayoría de los campesinos griegos que asistían al teatro no descifraban a Sófocles como lo hacía Lévi-Strauss. Jameson tiene el problema de todas las teorías de la producción cultural que olvidan la complejidad de la recepción. Del mismo modo, y al contrario, podría mostrarse cómo productos de la cultura popular pueden promover formas de recepción sofisticadísimas. Yo detesto la serie Fast & Furious como odiaba a Steven Seagal pero he escuchado, inspiradas en ambos, conversaciones sobre ética y política de bastante profundidad: sin animo de epatar (el lector puede o no creerme), de bastante más nervio moral de algunos que protagonicé con especialistas en Wittgenstein, Adorno o la parresia en Foucault. La gente sigue narrando y narrándose pero a veces no sabemos percibir cómo. La gente tiene valores que nuestro elitismo nos impide percibir y calibrar.   
Otro momento importante -relacionado con lo anterior- en su conferencia es la revisión de la cuestión del afecto en el mundo postmoderno, que Jameson consideraba languideciente. Jameson establece una diferencia -a mi parecer, muy poco elaborada- entre afecto y emoción. Más allá de esta (ya digo que Jameson va como demasiado a la carrera), la clave se encuentra en la extensión de un modelo maleable y cambiante de ser humano, que difiere del antiguo sujeto coherente, centrado y represivo. 
La desaparición de las religiones y la vulgarización de las terapias han modificado, no cabe duda, la experiencia interior. El culto a la incoherencia y al cinismo son propagados a izquierda y derecha, en la alta y la baja cultura (sobre todo en la primera) no tanto con las palabras sino con los actos. Insisto en que pasa menos entre las clases populares, donde hay la existencia tiene menos posibilidades y los daños a la dignidad ajena se hacen pagar muy caros. Mi crítica a Jameson se establece aquí: en su descripción y en otras de similar tenor veo una teorización del encanallamiento de las elites -aquello que Perry Anderson captó en Los orígenes de la postmodernidad, la excelente obra que consagró a Jameson. Los recursos escasos exigen fiabilidad en los tratos y previsibilidad en la palabra. Los juegos de la Corte no resultan tolerables, sin desencadenar una sanción contundente, en todas las vidas.  
Dicho lo cual, soy un enamorado de Jameson, la edición es tan elegante como siempre en Abada, y hay homologías entre los derivados financieros -un conglomerado efímero de redes de producción y de tasas de cambio disímiles- y la idea filosófica de singularidad que valen su peso en oro y que recuerdan otras suyas como las del Hotel Bonaventura, las gafas de sol en espejo y la violencia capitalista. Pocos como Jameson para ese trabajo. 



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