Trainspotting 2 está basada en Porno, una novela de Irvine Welsh que pretende ser una radiografía de la generación neoliberal ya talludita. Trainspotting -novela- era ambigua políticamente y se alternaba la crítica levemente libertario-laborista del neoliberalismo con un cierto goce punk en la transgresión. Porno era durísima en su balance y no ofrecía duda alguna: veíamos a los compadres intentando profesionalizarse como gorrones, lo que siempre habían sido. Mientras tanto Spud intentaba reconstruir otra memoria, la memoria del destino posible de una generación que hubiera seguido cultivando la conciencia socialista. La conciencia de clase no es que se pierda pero donde antes se expresaba como orgullo ahora solo se muestra como violencia: y sobre todo envidia, envidia masiva hacia cualquiera, desprecio por todo lo que no sea uno. La distancia respecto a la clase de los padres la atestiguaba los gritos (en Porno) del psicópata Begbie diciendo que él era un empresario y no una mierda de obrero. La envidia es el espíritu del capitalismo entre los pobres o, por decirlo alterando una fórmula famosa, la conciencia de clase de los imbéciles. Yo utilicé la referencia en uno de mis libros más académicos (Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social: en francés La classe du corps) para ejemplificar el cambio de la cultura corporal -la ansiedad burguesa por la delgadez y la competición por ella- entre los hijos de los trabajadores.
Esta destrucción de la identidad de clase se sintomatiza claramente en la heroína. Como ha explicado Gérard Mauger, la heroína fue importada a los barrios obreros por quienes conocieron el mundo underground. Una vez allí, fue consumida con las modalidades con que antaño se ingería el alcohol. El efecto fue devastador.
De nuestros idiotas violentos, solo se salvaba Spud, el único espíritu noble y por tanto un loco y un marginal -pero también quien escribe e intenta objetivar lo que ha pasado, quien evita el paso al acto capitalista elaborando la propia historia. La violencia es contra los ricos -si estorban- pero fundamentalmente es contra los propios. Y en eso la novela era un retrato eficaz de una generación de oportunistas y malos amigos, de chicos liberados de las raíces de sus mayores para los que todo sentido del honor es opresivo y risible: el punk es así la entrada imperial en el capitalismo obrero, ya convertido en capitalismo lumpen. No importa que bailes a los Clash en momentos de nostalgia: tu vida desmiente todo cuanto estos representaban -si es que, o en la medida en que, lo representaban.
Todo eso se pierde en la película de Danny Boyle, incapaz de arriesgarse a ofrecer una crítica política convincente. Sabemos que nuestros amigos solo saben ser capitalistas depredadores -y como tal: traidores a cualquier afecto intenso y no instrumental- pero no se nos explica bien la razón. Quienes ayer llenaban la sala de cine y aplaudían o reían con las estupideces de los compinches no comprendían -o debía uno estar muy entrenado para ello: las escenas de la infancia son hermosas y aluden a ese tema- que Irvine Welsh quiso presentarlos como gente infame. Una película fiel al libro les habría ayudado a preguntarse cómo puede vivirse siendo un gilipollas y creyéndose el superhombre nietzscheano. El mensaje -que Danny Boyle deja en indicios- se ha sacrificado -excepto para espectadores muy avisados- a la banda sonora y el público estetizará lo tontamente malvado. Muy de nuestra generación. Valía la pena impedirlo siendo claro y didáctico y no se ha hecho. Es una pena.
Comentarios