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Sobre la lectura del punk de Alberto Santamaría



Alrededor de 1974-1975 el punk aparece paralelamente en Estados Unidos y en el Reino Unido, para posteriormente extenderse y convertirse en una de las vanguardias artísticas más populares y constantes. Ligado a la música, también tiene efectos en el cine, la danza, la cultura o la literatura [1].

Alberto Santamaría define el punk (p. 35) antes como una filosofía (una ética y una política) que una práctica, una filosofía derivada de un rechazo a cómo el poder actúa en la vida cotidiana. Esa idea de una filosofía en estado práctico tiene un sabor eminentemente gramsciano. Una filosofía práctica supone la articulación, no siempre reflexiva, de una percepción específica del mundo que es resultado, ella misma, del filtrado de filosofías más antiguas, las cuales acaban depositándose en los hábitos y las rutinas de manera heteróclita. Esas filosofías, sin embargo, son fundamentales para comprender qué es lo que puede tomar forma a partir de ellas.

En Santamaría, lo nuevo, lo que adviene en la época del punk, es sin duda el neoliberalismo, el cual no está contenido en el punk sino que es una de las reacciones a la energía subversiva que desencadenó. Santamaría intenta establecer un vínculo entre el situacionismo duro y serio del punk y el situacionismo low-cost característico del arte en la era neoliberal y al que le dedicó una obra anterior[2]. Santamaría entiende que entre ambos hay algo en común e intenta averiguar qué. El primero, mal que bien, reconstruyó desde esa filosofía práctica un sentido de comunidad y resistencia, el segundo es un simulacro adaptado a circuitos artísticos estimulados por el capital financiero (92). Mientras uno tuvo como efecto el acceso al arte de mensajes que pugnaban contra el desarraigo, el otro no es más que una vía para valorizar el capital que surge de producir desiertos industriales, de abandonar la sociedad dejada a su suerte o de cultivar el fetichismo de lujo. Las cazadoras de cuero y los cabellos erizados siguen, el sentido se ha convertido en otra cosa. Estamos ante la recuperación selectiva de una propuesta subversiva para volverla funcional al orden establecido.

Es aquí donde cabe hacer una periodización de las fases del movimiento y donde podrían aparecer los agentes, esto es, aquellos que pelean por acuñar el sentido de una experiencia social. Santamaría cita a James Ballard y muestra lo importante que fue el acceso a una banda de música para los jóvenes de clase trabajadora (58). Malcolm McLaren, un joven artista británico estrechamente vinculado a las ideas de la Internacional Situacionista, se convirtió en manager de los New York Dolls, un grupo de glam-rock al que quiso introducir una puesta en escena comunista que causó enormes problemas, pero que anunciaba ya el deseo de romper con los códigos del mercado musical. Pero antes, en su país, MacLaren lo había intentado con los teddy boys, en quienes soñaba encontrar al proletariado del situacionismo. McLaren acabó desengañado de un ambiente conservador y reaccionario. Esta trayectoria me parece que ayuda a volver operativa la tesis de Santamaría de la necesidad de pensar lo posible, la cual recoge del sociólogo lukacsiano Lucien Goldmann y su tesis, provocativa pero fertil, de que la obra de arte expresa la conciencia límite de un grupo social. Imaginemos un punk americano sin el punk inglés: existe el vanguardismo cultural, el deseo de recuperar la energía del rock primigenio pero todo ello se encuentra hegemonizado por individuos como Johnny o Dee Dee Ramone, o por sujetos como los Dolls, capaces de romper todos los moldes menos el de exhibir la bandera con la hoz y el martillo: ¿no se asemejaría un tanto al entorno de los teddy boys reaccionarios donde naufragó McLaren?[3].

Por supuesto, se parecería en el conservadurismo político, en la estética el punk americano hubiera innovado, ya que comenzó dentro de un ambiente donde se anuda una alta predisposición cultural con un entorno marginal de clase trabajadora. Santamaría describe los entornos de pobreza urbana donde surgieron los templos del punk, como el CBGB. Son esos espacios devastados los que exhiben los Ramones en su primer disco y en Rocket to Russia. Pero también fue en Nueva York, donde McLaren conoce a Richard Hell del grupo Television, banda inspirada en la literatura francesa del siglo XIX, y uno de cuyos miembros se apellidará a sí mismo Verlaine. McLaren copiará el aspecto de Hell y lo convertirá, ya en Londres, en el estilo punk. Mientras tanto, nacieron los Ramones. Dee Dee Ramone, bajo de la banda, convirtió su propia experiencia con las drogas y la prostitución masculina en una canción titulada 53rd & 3rd, sin duda un modelo logrado de composición punk. Por cierto, que esa experiencia de prostitución masculina también tocó a Sid Vicious[4] y nos remite a un aspecto interesante de analizar: cómo el fetichismo del punk, ejemplificado en la tienda Sex de Vivienne Westwood y McLaren, surge también de las redes de aprovisionamiento sexual de las clases altas y del efecto que tiene en las trayectorias más precarias de la clase obrera. Buena parte de los compradores del fetichismo pornográfico de la tienda Sex eran miembros del Parlamento británico. Específicamente en Estados Unidos esas trayectorias heterogéneas acabaron generando enormes contradicciones en los Ramones, una de las bandas más queridas y honestas de la escena punk,y  un grupo en cuyo interior se concentraban todas las contradicciones del movimiento: el deseo de permanecer fieles a un estilo básico y poco sofisticado, unido a la pesadumbre por la falta de éxito, la existencia de diferencias políticas entre los miembros del grupo incapaces de ponerse de acuerdo sobre el mensaje que deseaban dar, lo que acabó generando un ambiente irrespirable. Pero también la convivencia entre un izquierdista judío de clase media (Joey Ramone) con un joven obrero ultraconservador (Johnny) y un bajista genial fascinado por el militarismo y el nazismo. En cualquier caso, para que la voz de Joey se pudiese oír tuvo que existir el punk inglés, el cual había modificado el ambiente relativamente conservador que se vivía en Estados Unidos[5].

Santamaría nos remite a un acontecimiento anterior, cuya fuerza constituye, nos explica con la belleza de su inconfundible estilo, una suerte de bolsa de aire que transita por la historia (p. 118). Ese acontecimiento es la Comuna de París y, desde luego, el riesgo hermenéutico es muy alto. La Comuna estableció la idea de la ruptura entre la producción y la creación, del mismo modo que demostró la capacidad de gestión de los trabajadores ordinarios. El punk, con la adoración que le presta a Rimbaud (fue el primer punk según Patti Smith, y fue de quien Richard Hell copia el aspecto), recoge esas bolsas de aire y con ellas insufla una nueva vida a la ruptura entre trabajo y creación. Santamaría (129) recuerda el verso rimbaudiano: “Encuentra flores que sean sillas”. Efectivamente, al leerlo se recuerdan las palabras de God sabe the Queen sexpistoliano: “We're the flowers in the dustbin”.

Pero entre el esteticismo norteamericano y la politización británica, existen mediadores. En el Reino Unido apareció otro gran escritor, Joe Strummer, quien introducirá un fuerte compromiso político en la escena. Joe Strummer y Dee Dee Ramone, cuyas muertes se produjeron hace ahora veinte años, estructuran dos líneas básicas: el primero, hijo de un diplomático y estudiante de Bellas Artes, fue un músico claramente izquierdista, mientras que Dee Dee, fascinado con la iconografía nazi, nos proyecta el mundo precario de jóvenes de origen modesto y su repulsión y fascinación con experiencias límite. Por supuesto, no se trata de decir si gana Strummer o Dee Dee: ambos conviven en el punk pero progresivamente el derechismo va quedando marginalizado y exclusivamente vinculado con una estética que se quería repulsiva: fetichismo sexual, esvásticas, cadenas, fueron el símbolo de una cultura underground puesta en boga por películas como Portero de Noche y que fueron perdiendo, excepto para algunos nazis, su significado literal.

Es en este punto, el de quienes introducen sentido a los acontecimientos, y el conflicto entre los diversas lecturas, donde situaría mi objeción mayor a este gran libro. Las probabilidades objetivas, cuando existen, son interpretadas como posibilidades a partir de diversos marcos de lectura. Y es ahí donde se encuentra, quizás, otra respuesta posible a la pregunta de Santamaría: la de la vinculación entre el situacionismo hard y el low-cost, entre el McLaren de ayer y el que celebra cumpleaños con Alaska, el del Lydon que llamaba régimen fascista al de su Graciosa Majestad y hoy hace guiños a Donald Trump. Entre una situación y otra desapareció una cultura socialista básica (así se llama una canción instrumental del segundo grupo de Lydon, los Public Image Ltd., lisa y llanamente “Socialist”), y permanece algo presente en la cultura de vanguardia y en la herencia de la Comuna: la búsqueda de la autenticidad personal, de un alma bella que Santamaría, en páginas magistrales dedicadas a Hell (187-189),  nos muestra que se cultiva tras el feísmo y las distorsiones: tras todas ellas se trata de agarrar algo que no se puede mostrar auténticamente desde la distorsión, como si solo entonces se escapara de las garras de lo homogéneo. Glen Matlock, primer bajo de los Sex Pistols, explicaba que el problema del punk es el de cómo darle carne al espíritu, como transformar el significado en sonido (184). Pero una vez hecho carne, el sonido se fetichiza y cobra vida fantasmagórica, ajena a su contexto de surgimiento. El situacionismo hoy es la ideología espontánea de la especulación financiera buscando legitimidad en las artes, esto es, invirtiendo en capital simbólico. De poco sirve que su gran teórico fuera un lector empedernido en las páginas dedicadas por Marx al fetichismo de la mercancía: el situacionismo también ha sido digerido. ¿Y qué es el feísmo y el disgusto por el mundo sin la carga de crítica al capitalismo? Quizá sea una de las versiones de la apología neoliberal de la diferencia y la desigualdad, y hoy la estética de los explotadores se basa en tatuajes, incisiones en la carne y exhibición de cuerpos marcados. Mas otras posibilidades quedaron sin desarrollar, y esas posibilidades aún tienen mucho que enseñarnos para combatir las formas contemporáneas de aquello de lo que surgió el punk: de la miseria, de la explotación y del aburrimiento, del intento de convertirse en flores de madera, en flores de vertedero. Para comprenderlo, la ya importantísima obra de Alberto Santamaría es ineludible.

 

 



[1] Comentario de Alberto Santamaría, Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal, Madrid, Akal, 2022. Sitúo entre paréntesis en el texto la referencia a las páginas de esta obra.

[2] Alberto Santamaría, Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio del siglo, Madrid, Siglo XXI, 2019.

[3] Jon Savage, England’s dreaming. Los Sex Pistols y el punk rock, Barcelona, Reservoir Books, 2009, p. 85.

[4] Ibid., p. 164.

[5] Ibíd., p. 190.

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