Fernando Broncano comenta
en su blog La norma de la filosofía. La
configuración del patrón filosófico español en la Guerra Civil (Madrid,
Biblioteca Nueva, 2013). Su inteligentísima reflexión se concentra en el modelo
teórico que presento en el primer capítulo con sus tres formas posibles de
consagración (la institucional, la intelectual y la autonomía creativa).
Este modelo recoge parte
del de Bourdieu pero también diverge. Se construyó analizando la trayectoria de
García-Borrón, Pinilla de las Heras y Sacristán (y luego lo utilicé para otras
cosas, por ejemplo, sobre las escuelas intelectuales). La oposición autónomo/heterónomo
deslinda en el maestro francés la inversión pura en el trabajo intelectual de
la dependencia de poderes extracadémicos. En mi caso, añado una diferenciación
más. Considero que el reconocimiento de los pares, que puede considerarse
intrínsecamente intelectual, cubre a menudo una resignación hacia las modas o
hacia un poder amorfo no consolidado institucionalmente (algo muy común en las
sectas intelectuales reunidas alrededor de profetas caprichosos que distribuyen
estratégicamente los afectos), tan asesina del trabajo intelectual como la
obsesión por el puro poder académico. A su vez intento acreditar los riesgos de
cada una de las posiciones: el mandarín despreciado intelectualmente, el famoso
que dura cuanto lo hace su grupo de autobombo y el aspirante a la gravedad que
dialoga con sus propios delirios de grandeza. Este modelo no pretende ninguna
ontología del ser intelectual, sólo tiene utilidad descriptiva. Con él en la
cabeza me surge un mundo intelectual que se parece muy poco al de cierto relato
dominante en mi espectro ideológico e intelectual, sobre todo (pero no sólo) en
la valoración de Ortega y de su escuela, pero también en la descripción de qué
pasó efectivamente en filosofía en la Guerra Civil.
Fernando propone algunas
pertinentes preguntas respecto del presente que me parecen muy apropiadas.
Evidentemente un modelo intelectual no se fundamenta solo en lecturas: se nutre
de estereotipos, experiencias racionalizadas (o calmadas por la razón) y del
intento de interiorizar como interlocutores a cuantos admiras. Fernando lo
interpreta, me parece, como una guía de perplejos. Para mí lo ha acabado siendo
y me alegro que a él le parezca digna de consideración. Creo, como él, que no
existen los casos puros sino que todo el que escribe se atormenta, según le
varía el humor, en las tres direcciones. En España, y por excelentes razones, estamos
viviendo un proceso de politización intensa y es fácil ver a gente que aprecia
y desprecia según su bando. Siempre ha pasado pero ahora con más crudeza. En mi libro, no sé si bien analizados, se exponen
casos de gente cuya ideología odio pero cuyo esfuerzo filosófico me parece
digno de todo respeto: leían y consideraban, sin esconderse, a sus enemigos, los citaban, les concedían verdad. Tenían la tormenta dentro, y creo que a la misma debemos
seguir siendo fieles. Uno de mis maestros, y es uno de los estereotipos de los
que me alimento, me contaba con infinita gracia: “Cuando llevo tres días
en la radio o en la tele repitiendo vaguedades, me digo a mí mismo: este no es
tu trabajo, ¡investiga!”. Aspirar a ser intelectual (ínfimo, pequeño, mediano o grande) es vivir ese tormento. Se
puede discernir en pequeños rasgos: no escribo para trepar, no hablo según
mandan mis mandos y, vale, no seré un grande pero sé admirarlos, sé quiénes son.
Así, el tormento puede vivirse con humildad y hasta alegría y lo más importante:
huyendo de la peor de nuestras patologías, resaltada por Fernando: la
hipervaloración del yo, esa que convierte el día a día académico en una
inagotable rueda de chismes dañinos. Algunos creen que eso es la historia
intelectual y reciben muchos aplausos. Yo creo que es el envés perfecto de los
panegíricos que se presumen análisis.
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