CUESTIONES DURKHEIMIANAS SOBRE ARTE, PUEBLO Y POLÍTICA. A PROPÓSITO DE "THE PCI ARTISTS" DE JUAN JOSÉ GÓMEZ
Analizando la vida cultural
soviética, Cornelius Castoriadis (Devant la Guerre, París, Fayard, 1981,
capítulo VI) seleccionaba un aspecto que consideraba clave e inadvertido: la
producción constante de la fealdad y de la mediocridad. El arte existe,
explicaba, porque se dispone de espacios donde se escribe o se pinta, se canta
o se esculpe, más allá de las exigencias funcionales de los poderosos. Las sociedades
occidentales conocen la tendencia a someter al arte al dictado de lo que la
gente entiende, de lo que el sentido común necesita, de lo que puede ser
comprado o no… pero aún existen espacios -no muchos, lamentaba- donde los
individuos pueden recibir consideración sin someterse a la ley de la demanda
exterior al arte, que no es sino la del burócrata “razonable”, el enemigo del
exceso, la de aquel que exige escribir o pintar, cantar o esculpir, pensando en qué dirá la gente importante, los camaradas, los
colegas (lo que yo, en mi modelo de análisis, llamo consagración intelectual).
La sociedad soviética, sin embargo, estableció una burocracia que se alimenta a
sí misma, con escasa intervención de la población: se alimenta produciendo
bienes y se alimenta produciendo evaluaciones. Y, de ese modo, adquiere un
poder terrible: decir quién es el buen productor y cuál es la valoración del
consumidor. Dado que un burócrata solo resulta controlado por otros burócratas,
la vida cultural se encontraba sometida a las reglas normales de gestión del
capital político: compromisos permanentes entre grupos y clanes, transformismo
ideológico en función de las oportunidades, consagración cortesana de los que
son serviles hacia el mando y feroces con los adversarios, generación de un
entorno de cinismo (fundamental) donde todo el mundo hace reverencias sin creer
que se merezcan, donde la gente mercadea sobre los valores científicos, éticos
o artísticos. En un entorno así, explica Castoriadis, los
partidos atraen o a
imbéciles o a cínicos. No puede extrañar que, artística o culturalmente
hablando, tales individuos solo produzcan banalidad o, en los términos más
contundentes del autor, fealdad: filosofía sin estímulo, literatura mediocre,
arte edificante -es decir, concebido para edificar el edificio de los amos, en
el que el artista pretende encontrar cobijo.
Castoriadis considera que
esas propiedades del individuo soviético llevaban al exceso rasgos presentes en
las sociedades capitalistas occidentales. De hecho, se me antoja que, previa
discusión y depuración, tal producción de burocracias sin más control que sus
propios resultados manipulados, se ha incrementado dentro de la lógica de
evaluación neoliberal, con sus exigencias, notablemente “soviéticas”, de
rendimiento y mensurabilidad, de rechazo de lo complejo por extravagante y
“elitista”. También pienso que los partidos políticos, de derecha o de
izquierda, nuevos o viejos, siguen reclutando y promoviendo fundamentalmente a
los doctos en maniobras cortesanas y a aspirantes a intelectuales protegidos. Y
que lo hacen, no porque traicionen a la sociedad civil, sino porque el cinismo
y la voluntad de trepar -o de estar pendiente por si cae algo- tienden a dejar
cada vez menos espacio a la creencia fuerte en algún valor y a la capacidad de
atarse a valores propios, no dependientes de la sanción del mercado económico o
político. Recuerdo que, hace años, durante una actividad cultural -en una
facultad de Letras… no en el círculo de empresarios-, y tras la proyección del
documental sobre los Sex Pistols La mugre y la furia, alguien preguntó
(una persona de aspecto transgresor… y estudiante de Literatura) qué
endemoniada razón llevó a esos chicos a separarse cuando empezaban a triunfar y
a ganar dinero…
Pero el objetivo de esta nota
no lo marca nuestro tiempo, sino una realidad posterior a la Segunda Guerra
Mundial: la de una organización comunista y su vínculo con los artistas, en la
que los análisis de Castoriadis encontrarían un desmentido no creo que general,
pero sí importante. Tal creo yo es lo que puede derivarse del libro de Juan
José Gómez Gutiérrez, The PCI Artists. Antifascism and Communism in Italian Art, 1944-1951, Newcastle, Cambridge Scholars Publisihing, 2015.
La obra tiene dos partes.
La primera se dedica a la cultura política del partido mientras que la segunda
se centra en la relación específica entre arte y comunismo, lo que en la época
equivale a las transacciones entre el Realismo Socialista y el arte de
vanguardia, todo ello presentado tras un instructivo capítulo sobre la compleja
relación entre arte y fascismo en Italia. Este último muestra cómo incluso
dentro del universo mental fascista se resistió contra el arte de propaganda y
su realce musoliniano de la grandeza imperial de la antigua Roma. Tales
disidentes del fascismo se encontraban en una situación homóloga a la de los
comunistas disidentes del estalinismo: “Para un intelectual estalinista, el
caso de la Unión Soviética prueba que el Socialismo camina sin vacilaciones
hacia su realización. Por consiguiente, si el artista quiere representar la
realidad adecuadamente, no debe criticar, sino que debe celebrarlo” (p. 140).
El mecanismo funciona así acorde con la descripción de Cornelius Castoriadis:
la gran ficción política marca las pautas de la mediocre ficción artística. Y,
¿por qué mediocre? Porque solo un idiota o un cínico, diríamos con el filósofo
greco-francés, puede creer en el realismo socialista sin apercibirse de cuánto
en esa demanda de celebración viola una mirada realista y socialista
de la realidad (la soviética en particular y la comunista en general). Porque
el realismo socialista puede ser tan valioso como cualquier corriente: a
condición de que se tome a sí mismo en serio. Haciéndolo, claro, el artista
perdería el poder de consagración otorgado por el partido.
Ya que, me parece a mí
leyendo el libro de Juan José Gómez, puede ser comprensible que un artista
decida rebajar los requerimientos formales de su trabajo para hacerlo
comprensible o para conectarlo, no con burócratas, sino con las necesidades de
la clase trabajadora (147), a la que considera investida de una misión
liberadora. Todo populismo se basa en dicho sacrificio estrictamente jesuítico:
como escribía Jean-Claude Passeron (El razonamiento sociológico, Madrid,
Siglo XXI, 2011, p. 398), los misioneros ignacianos aceptaban ofrendar incienso
a Confucio o celebrar al Señor Celeste, si con eso conseguían colar algo de la
propia doctrina. Pero, sin lugar a dudas, de ese modo se acepta que la doctrina
se encuentra corregida para adaptarla a las masas. Con ese nivel de conciencia,
el artista (como el filósofo o el científico) simplemente se sacrifica a sí
mismo en función de su compromiso político, pero guardando la conciencia de que
el arte (o la filosofía o la ciencia…) no se miden por el paradigma que él
representa.
Pero, y es la cuestión
central libro, ¿no se puede servir a las reglas del arte exigiéndose modificar
el reclutamiento de los artistas y esperando que éste introduzca otras
sensibilidades? En principio, tal era el objetivo fundamental de Antonio
Gramsci, la de producir intelectuales vinculados orgánicamente con la
experiencia de los dominados. Creo que lo orgánico puede tener dos
significados, que no se excluyen necesariamente en el discurso, pero que son
conceptualmente distintos. El artista puede ser también especialista en las
ocupaciones de los dominados (trabajo manual, ocupaciones domésticas…). Gracias
a éstas, puede introducir en el arte una mirada y unas competencias ajenas al
personal procedente de las clases dominantes. Esa nueva sensibilidad resultaría
de la hibridación entre la cultura popular y la cultura especializada. Es el
modelo que imaginaba Marx para el comunismo (se puede ser a la vez pescador por
la mañana y filósofo al anochecer…) y es el que, con seriedad y método, ha
explorado Jacques Rancière, en sus estudios (sobre todo, pero no
exclusivamente, en La nuit des prolétaires) acerca de cómo se vinculan
los sueños de transformación cultural y social, de cómo los trabajadores que
sueñan con la revolución no quieren ser obreros posando en formación de
combate, sino poetas, seres sensibles, personas cuya vida no se reduzca al
taller. Es el modelo de promoción del artista por incremento de lo que Durkheim -con una distinción nunca del todo convincente: véase Merton- denominaba solidaridad mecánica: la vinculación del artista, del
sociólogo, del filósofo con el pueblo mejora el arte, la ciencia y la
filosofía: es la lógica del établi, del intelectual que decide
convertirse en miembro del pueblo para, sirviendo a éste, mejorar su arte. O,
simplemente, la lógica gramsciana de promover la emergencia de creadores
populares. El PCI mostraba uno de
los caminos posibles para tal empresa: impulsando la celebración de certámenes
donde, a la vez, se valorizaran las excelencias culturales legítimas y otras
por legitimar. El partido, en lo primero, era notablemente ecléctico y poco
moralista, e incluía la danza, el teatro, las comedias pero también el boxeo y
los concursos de belleza (femeninos). En cuanto a lo segundo, Gómez nos informa
de un concurso de poesía dialectal reportado por un maestro de escuela sardo
(Giovanni Moi) y en el que Pier-Paolo Pasolini logró la segunda mención
(94-95).
La otra posibilidad es la
de la solidaridad orgánica. En el vocabulario de Durkheim, la vinculación entre
los miembros de la sociedad se cementa por una especialización creciente en
diferentes tareas. En este modelo, el artista siendo cada vez más puro
contribuye mejor a la causa del un trabajador restringido a su tarea. Este
modelo de solidaridad orgánica, la división técnica del trabajo es un
dato: el que sabe de pesca no puede saber de filosofía… lo cual no implica la
división social. Que saber de Hegel merezca más o menos consideración que la
destreza en el cabotaje es completamente arbitrario, al menos para cualquiera
que se llame socialista o comunista en serio (incluso diría yo para cualquiera
que se tome la democracia en serio… pero dejémoslo).
Las dos tendencias pueden
vislumbrarse en el documentadísimo libro de Juan José Gómez y a propósito a un
debate que trasciende los problemas específicos del comunismo italiano. ¿Qué
papel juega la cultura popular en la creación de un intelectual comunista?
¿Debemos considerar que en ella se encuentra el germen que puede quebrar la
distinción burguesa entre alta y baja cultural? ¿Consideramos, por el contrario,
que idealizar el folklore espontáneo del pueblo supone cegarse ante los
aspectos reaccionarios del mismo? Las consideraciones del antropólogo e
historiador Ernesto De Martino (pp. 84 y ss.), cuando se las depura del
lenguaje de época, resultan estimulantes para cualquiera que, entonces o ahora,
se interrogue sobre lo que, en palabras de Passeron (ibíd. p. 399) ha
sido un dato fundamental de la reflexión artística: el “deseo de conquistar
para el arte a públicos más amplios, incluso de abolir las fronteras mezquinas
de los gustos de cenáculo, de camarilla, de clase o de etnia”.
Me parece, sin embargo, que
la solución dominante en el PCI fue otra y se ajusta mejor a la inspiración de
la solidaridad orgánica: Palmiro Togliatti prefería ganarse respeto y atractivo
entre los artistas instalados que promover un incierto intelectual orgánico
donde encontrarían cabida los amateurs simpáticos pero también los arribistas
mequetrefes, cuando no los burócratas narcisistas que, ya que dominan la
política cultural, pasan a postularse, utilizando los resortes del clientelismo
burocrático, directamente creadores. La modestia de Togliatti a este respecto
era proverbial y es un ejemplo rarísimo de un dirigente político muy culto pero
tremendamente consciente de sus propias limitaciones. Lo cual supone una línea
en la que el partido deja de promover un discurso específico sobre la
producción y la recepción del arte tal y como se desprende del capítulo VI
(dedicado a la Comisión de Cultura del PCI).
Termino: el PCI, ni siquiera
el de los años de Stalin, nunca se pareció al aparato cultural totalitario
delineado por Castoriadis a propósito de la sociedad soviética, tampoco al que
tienden, si no encontraran límites, todos los aparatos culturales partidistas.
Influyó sin duda una dirección escarmentada, por haberlas vivido y
protagonizado, de las prácticas estalinistas. Influyó también -y es algo muy
importante en el modelo de Castoriadis- que el partido no reclutaba cínicos,
sino gente con garra cultural: ni Renato Gutuso, si Ernesto de Martino ni
Pier-Paolo Pasolini se hubieran dejado imponer sistemáticamente mentiras edificantes. Sin duda, la propia
complejidad interna del comunismo gramsciano jugó un importante papel: ni en
sus versiones populistas (en mi opinión, de privilegio de la solidaridad
mecánica) ni en sus versiones populistas (donde el comunista se retiene ante
los que dictan los campos especializados y asume, de hecho, la solidaridad
orgánica) era fácil encontrar un espacio para los cortesanos del profesión. El
sistema de producción política del intelectual encontró el equilibrio entre un
marco ideológico muy rico, un aparato organizativo prudente y un reclutamiento
plural y motivado por creencias fuertes, creencias fuertes en el comunismo,
pero también en el arte. No fue un círculo virtuoso, ni mucho menos, pero sí un
equilibrio valioso.
Pese a todo, como asevera
el autor en su melancólica conclusión, quienes desearon mantenerse ligados a
las masas, esto es, a la variante populista del proceso, tendieron a perder poco
a poco prestigio como artistas. Constatación que no obliga, añado yo, a asumir
completamente el juicio del mundo del arte no político sobre el político. Por
su parte, hubo también experimentos completamente orgánicos (en mi
vocabulario), como el de los artistas de Forma 1, donde el objetivo era
romper los esquemas de recepción instalados y conservadores; mas con esa guía
acabaron chocando con el público al que se dirigía el partido, unas clases
populares que no podían seguir las dinámicas internas de la vanguardia.
Resulta difícil sacar
lecciones presentes de cualquier estudio de caso, entre ellos de este. Los
movimientos políticos de hoy trabajan sobre el material humano del
neoliberalismo y no sobre el que existió en la Italia posterior a la Resistencia.
Las clases populares, por su parte, conocen niveles de escolarización y gustos
que no los oponen radicalmente a las clases medias y dominantes. Los dirigentes
políticos, en fin, no salen -escarmentados y tal vez con una enorme grandeza
trágica- de la escuela de la Komintern, sino entrenados en los sistemas de
promoción de los medios de comunicación, las universidades y los partidos
políticos sin masas, asimilables cada vez más a organizaciones
empresariales donde se distribuyen desvergonzadamente retribuciones simbólicas
y materiales. Diría yo: resulta difícil pero el problema sigue; y es el
siguiente: cómo separar el buen gusto del deseo de distinción, el amor por el
matiz de la artificial frontera mandarinesca, las exigencias de la división
técnica del trabajo (que exigen saber qué se hace o de qué se habla) de las
imposiciones arbitrarias de la división social -que imponen un reclutamiento
homogéneo de los productores culturales, a menudo excluyendo a quienes no
pueden (o no quieren) venderse en los entretenimientos cortesanos de la gente
importante y de las dinastías de creadores. Hacer frente a ese problema exige
poderosas transformaciones materiales y simbólicas. Tan profundas como las que
pretendía el PCI y tal vez inspirándose en algunos de las constelaciones de su
compleja historia. En ese camino no está claro si cabe preferir la vía de lo
que, forzando a Durkheim, he denominado incremento de la solidaridad mecánica o
la de la solidaridad orgánica, la que puede inspirarse en Rancière o en
Bourdieu.
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