La sociología carece de un paradigma unificado desde su comienzo como ciencia.
Cabría contestar que la sociología haya sido alguna vez una ciencia (algo que
hace, por ejemplo, Paul Veyne en ciertos momentos de su obra) o pueda serlo en
un futuro mejor. Cada autor clásico (Marx, Weber, Durkheim: y Passeron insiste
en incluir a Wilfredo Pareto) ayuda a ver lo que los otros no y, por tanto, no
existe, excepto en las conciliaciones escolares, la posibilidad de ocupar a la
vez todas las posiciones. Sin embargo, pese a que cada uno defiende teorías de
lo social incompatibles entre sí, la lógica y la epistemología de la ciencia
que pueden derivarse de los clásicos son análogas. Epistemológicamente, y pesea que los autores no son conscientes de ello, asumían el principio deNeurath-Quine según el cual existen sistemas del mundo que contienen la mismacalidad empírica pero que formulan sistemas teóricos completamente distintos.
¿Nos sumerge eso en el relativismo absoluto? No, pero cuando queremos
reconstruir cómo funciona productivamente la sociología, o según Passeron las
ciencias históricas, nos vemos confrontados a un dilema. Podemos elegir no
reclamar demasiado acerca de cómo generar los conocimientos sociológicos. En
ese caso, casi cualquier tipo de trabajo empírico sirve. Su poder para generar
teorías sociológicas se revela tan laxo que casi todas pueden ser candidatas
para explicar los datos. Podemos, al contrario, elegir un trabajo empírico con
un cierto formato: aquel demandado por un sistema teórico específico. En ese
caso, solo nos interesan los enunciados observacionales útiles para nuestra
teoría y corremos el riesgo de buscar únicamente los que la ilustren. En el
primer caso, cualquier forma de observar el mundo resulta útil y desde ella
cualquier teoría. La sociología se degrada en interpretación caprichosa de
hechos recogidos sin método. En el segundo caso, la sociología se convierte en
vehículo de ilustración de una teoría que rechaza cualquier modo de recogida de
datos que trastoque sus postulados básicos; se degrada, entonces, en una
ideología con apariencia científica.
Por lo demás, en el caso de Passeron se asume que ninguna teoría puede
quedar falsada por un experimento definitivo, tal y como Popper propone para
demarcar ciencia e ideología. Puede haber ejemplos favorables o contrarios de
una teoría, pero nunca una información empírica que permita descartarla o
validarla. Cuando una teoría resulta productiva se mide según dos ejes. El
primero nos presenta muchas exigencias de observación. Estas
proporcionan ejemplos que enriquecen la teoría. Este eje, por así decirlo,
insufla de riqueza empírica la teoría, porque sin ella nada nos
habría permitido comprender la lógica de ciertas coyunturas históricas. Un eje
que tiende a diseminar la teoría científica en una serie de ilustraciones y,
evidentemente, toda buena teoría contiene algo más y que se ordena según otro
eje. Este nos permite comparar los ejemplos en función de un marco
teórico donde se dice qué resulta relevante y qué no, cómo se construyen los
vínculos causalmente significativos dentro de una serie de acontecimientos y,
en fin, qué es lo variable y qué lo permanente en cada situación que se
compara. Fuerza semántica y coherencia lógica fortalecen este segundo eje:
si nos enamoramos de ellas, tendemos al recogimiento teórico y a la
articulación interna y nos olvidamos del carácter empírico de la sociología. Si
el peligro del primer eje se encuentra en la dispersión etnográfica, el del
segundo lo está en el acorazamiento doctrinal. Datos sin conceptos abocan a la
ceguera y a la sociografía y, en el mejor de los casos, al buen periodismo; en
el peor, a la propaganda disfrazada de ciencia. Conceptos sin datos se vacían
de lo real y descarrilan el trabajo científico en el filosófico.
¿No es posible pensar en un paradigma que, como en las ciencias
monoparadigmáticas, permita el máximo de articulación lógica y de comparación e
incentive los ejemplos empíricos, todo a la vez? Sería posible si, y solo si,
pudiese definirse, para cada contexto, qué es lo relevante del mismo para la
comparación. Pero un contexto no puede ser desmenuzado completamente y,
después, convertido en un paquete de variables constantes que podemos comparar
con otro contexto donde aparezcan tales variables. Tal es una de las
posibilidades que ofrece el razonamiento estadístico. Ahora bien, con este,
si queremos ampliar las comparaciones y producir descripciones ricas, o incluso
explicaciones, debemos trabajar con realidades que no pueden superponerse, que
no son idénticas entre sí. Ningún paradigma, si queremos comprenderlas bien,
puede decirnos, a priori, que es lo que debemos considerar importante en dichas
realidades. Los contextos se parecen en ciertos rasgos; en otros, no: tratarlos
como si fuesen intercambiables mejora la articulación teórica de un paradigma,
pero lo empobrece desde el punto de vista empírico.
Pero los caminos de la especulación metafísica son más complicados. Toda
teoría sobre el mundo puede darnos claves útiles para comprenderlo. En ese
sentido, Bourdieu y Passeron han utilizado abundantemente su cultura filosófica
y han mantenido durante todo su periplo una dieta filosófica nutrida. Ya
en El oficio de sociólogo se reivindican las
teorías, incluidas las formuladas por filósofos, por su potencial heurístico,
susceptible de proporcionar un programa de observación de la realidad y, por
tanto, de abrir preguntas de trabajo científico. La filosofía social y no
empírica forma pareja epistemológica con el empirismo cerrado, simbolizando la
primera la «audacia sin rigor» y el segundo «el rigor sin audacia». Sintetizar
ambos significa reunir lo valioso de dos modalidades del trabajo intelectual.
La filosofía propone imágenes del mundo complejas y, de ese modo, permite
encontrar un tejido común entre lo que los datos nos presentan disgregado. La
reconstrucción de la totalidad ayuda a situar los datos en esferas de actividad
y permite explorar las conexiones entre las diferentes esferas que componen el
mundo. El trabajo filosófico permite combatir la atomización de los datos
y organizarlos en un conjunto. Hasta aquí el haber, pero el debe de
la filosofía siempre ha sido alto para una ciencia empírica, y consiste en
exacerbar esa tendencia a la generalidad y en perder el control de la misma, en
evitarse el trabajo de confrontarse con los datos y comprobar si hay una
exclusiva tendencia que rige el conjunto y, en suma, si hay o no un conjunto
sincronizado o múltiples. Poco se insistirá en cuánto debe esta perspectiva a
Althusser, autor con el que Passeron ha sido mucho más justo que Pierre
Bourdieu. Por otra parte, Bourdieu ha continuado una ambición de la tradición
marxista, la de construir una teoría general de los campos, algo a lo que
Passeron considera que debe renunciar la sociología.
El trabajo empírico, por su parte, también hace derrapar a la sociología.
Básicamente, porque todo hecho nos sirve según el sistema teórico desde el que
juega: gracias a él puede compararse con otros, según un conjunto seleccionado
de propiedades. En fin, la tendencia al fragmento incomunica a la sociología en
el virtuosismo estadístico y en la descripción morosa de la sociografía. Uno y
otra son valiosísimos frente al simple juego de conceptos filosóficos, pero se
convierten en obstáculos al ser incapaces de señalar qué información es
relevante en su exhibición tabular o, como suele ocurrir en la etnografía,
literaria.
Existe una segunda manera de describir el derrape metafísico que pertenece
ya a Passeron. Una argumentación resulta metafísica, aunque imite la forma de
la argumentación sociológica, cuando el valor de sus argumentos procede de la
fidelidad a ciertos textos sagrados, que se convierten, por su poder mágico, en
certificado de cuanto se dice. Las teorías empíricas ayudan a ver realidades
que no se distinguían y plantean tareas de investigación que sin ellas nadie se
plantearía. Las teorías metafísicas o se restringen a la dieta del ejemplo
único (ignorando cuanto la teoría no explica) o se dedican a reescribir en el
lenguaje de la teoría lo que otros han descubierto. Se fabrica, entonces, un
atavío conceptual impostado para los ejemplos empíricos sin que se comprenda
muy bien qué es lo que introducen de novedoso los conceptos en la descripción
de los acontecimientos o en la organización teórica de los mismos. Un principio
de deflación teórica, descrito por Passeron en El razonamiento
sociológico, ayuda a prevenir la fatal seducción de la teoría. Las ciencias
galileanas saben cómo excluir la retórica: todo cuanto no sea matematizable no
entra en su dispositivo de investigación o argumentación. En ciencias sociales,
no existe una disposición estandarizada de control de la metafísica. Para
nuestra navaja, no de Ockham sino de Passeron, debe razonarse de la siguiente
guisa: pregúntense, nos dice, si rebajamos las galas teóricas de un enunciado,
cuánto perdemos (heurística, semántica y empíricamente) por el camino: si no
perdemos nada, díganlo sin tanto bombo y habrán escapado a las imposturas de la
sinrazón metafísica. En fin, la impostura metafísica alcanza su nivel máximo
cuando se apoya en la interpretación caprichosa. En ese caso, el lector no
queda embrujado por el carisma teórico de un sistema, sino por el de un sujeto
capaz de satisfacer con su estilo nuestras demandas de coherencia ideológica y
de identificación o de repulsión estética (dado que buena parte de los
prejuicios sólo sirven para confirmarnos en cuán desagradable es lo que nos
desagrada). Resulta inútil decir todo lo que de este sometimiento carismático
tiene curso en el prestigio mediático, en la vida intelectual y,
específicamente, en la vida científica.
(Este fragmento forma
parte del trabajo "Sobre la actualidad de El oficio de sociólogo", de próxima aparición y cuyo origen se
encuentra en unas jornadas celebradas en 2011).
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