Por cuatro caminos una asamblea de derecho se
transforma en una oligarquía de hecho. Ha llegado el momento en que las
generalidades encubren la pereza analítica y el descompromiso real con el futuro del 15M. Un amigo me decía el
otro día que mucho de los que escribían parecían no haber pasado ni un día por
las asambleas –o haber pasado por ellas dimitiendo de cualquier consideración
crítica. Seguramente, este es uno de los movimientos asamblearios más largos de
la historia política del último siglo –eso ya lo hace impresionante- y los
esquemas recibidos son insuficientes para analizarlo. Si el movimiento quiere
permanecer y ser políticamente relevante debe producir diseños institucionales
y costumbres prácticas capaces de contrarrestar, en primerísimo lugar, los
peligros que incuba en su interior.
El primer peligro es la invertebración, un término
que procede de un texto no muy simpático -pero en el fondo más democrático de lo que parecía- de José Ortega y Gasset (España invertebrada) y que Perry
Anderson utilizó hace poco para explicar el fiasco de la otrora poderosa
izquierda italiana. ¿Cuándo se encuentra algo invertebrado? Cuando la minoría
no recibe el crédito de la mayoría o, y éste es el problema, cuando utiliza ese crédito para engolfarse
en actividades que no dicen nada a la mayoría o que la repelen. Los que asistimos a las
asambleas no somos, evidentemente, el pueblo español –a ver si se deja de
gritar eso de “somos el pueblo”: el pueblo
no es nadie- sino una parte pequeña del pueblo que conecta con sectores más amplios del
pueblo que confían en nosotros. Si estos no asistieran a nuestras
manifestaciones, no nos diesen su apoyo en las encuestas, no mostrasen su reconocimiento tomando una caña o un café en el trabajo, el movimiento sería algo
distinto de lo que es. Para guardar la vertebración es necesario pensar que uno
no habla solo por sí mismo, sino buscando un lenguaje común con la mayoría de
las personas que nos apoyan. Nadie puede sustituir a nadie y, en ese sentido,
todo el mundo expresa su opinión. Pero uno puede pensar en conectar con los
marcos de otros... o intentar que estos se acoplen a lo que uno piensa, que para
eso uno tiene el saber tras de sí. En ese momento, la minoría se enroca en sí misma y nadie la comprende ni la
sigue. Conviene recordar que somos lo que somos porque tenemos el crédito de
muchos que no están presentes en las asambleas o aparecen de manera episódica. Ese apoyo
persistirá si sus ideas resuenan en nuestras asambleas. Si dejan de resonar, nos convertimos en una minoría
invertebrada con la mayoría de quienes nos apoyan. Y los perderemos. Tener
presente al otro que no está, mantener el vínculo con él, producir un lenguaje
que entienda, es lo único que evita que desconectemos de la sociedad y que no nos
deslicemos a la soledad sectaria. Que nos convirtamos en una vanguardia que, de
facto, tiene aspiraciones oligárquicas. Una asamblea de iluminados, a quien pocos entienden o a quienes muy pocos apoyan, no es una asamblea ciudadana, por mucha asamblea que sea.
El segundo peligro es la dispersión del movimiento
en todos los problemas existentes, desde el primer día y sin respetar ritmos de
maduración comunes. Nadie, excepto los profesionales de la política o los
consagrados a tiempo completo, puede tener una opinión razonable sobre todas
las causas del mundo y cuanto más causas queramos meter en nuestra agenda, más
peligro tenemos de no acordarnos y de
romper el tejido común, a no ser que demos confianza a los profesionales de la
política que hay en el movimiento. Estos, gracias a la división del trabajo
existente en sus organizaciones, siempre tienen un documento a mano con el que
pronunciarse sobre lo que se presente –aunque en realidad no sepan mucho de qué
hablan y estén delegando en quien escribió el documento que recitan. Como los problemas con los especialistas son iguales cuando proceden de
las organizaciones grandes que de las pequeñas, de la universidad que de las
bohemias, para acabar concediéndoles su condición de vanguardia, no era necesario viajar con tantas
alforjas asamblearias. El movimiento no puede hablar sobre todo si no quiere vaciar su energía democrática en
manos de una minoría.
El tercer peligro es el desborde de la asamblea por
los militantes a tiempo completo. La proliferación de actividades sin más
justificación que el culto al activismo -o la búsqueda de los titulares de prensa-
es socialmente selectivo: solo pueden afrontarlo quienes carecen de cargas
familiares y laborales o quienes sacrifican estas al movimiento. Personalmente
confío poco en los seres humanos sin cargas –uno tiene una cultura obrerista de
base y no le gustan las clases ociosas que no lo son por causa de fuerza mayor: ¡qué le vamos a hacer!-o a quienes
se escaquean de las mismas para consagrarse a la humanidad abstracta,
mientras se ciscan en la humanidad concreta que tienen alrededor. Rousseau
comentaba, más o menos, que había quienes amaban a la humanidad entera para poder despreciar
a sus vecinos. Tenía, también en esto, razón.
En cuarto lugar, y siguiendo con la oligarquización
militante del movimiento, ciertas movilizaciones pueden llevarnos a conflictos
con quienes muchos no queremos tener conflictos. Si se buscan los enfrentamientos
con la policía para mostrar lo represores que son (y eso es fácil de lograr y
es fácil saber cómo se pueden fabricar situaciones violentas), antes deberíamos
discutir si todo el mundo –o la mayoría- piensa eso. Personalmente, creo que la policía, una policía controlada por el derecho –no la Cheka, evidentemente–, es
necesaria en cualquier mundo posible que no sea el infierno, y que en la policía hay tantos problemas de mal funcionamiento como entre
los profesores de filosofía o los albañiles. Me gustaría conocer qué diseños institucionales proponen, en lo tocante al control de la violencia privada, quienes apuestan por un mundo sin policía o quienes hablan como si un policía fuese un obstáculo de cualquier cambio progresista. Además de este problema básico, hay otro argumento de oportunidad, que es el de si ese es el repertorio de acciones que nos conviene para mantener la
vertebración del movimiento con quienes nos apoyan(véase la primera razón).
Los regímenes políticos cuando se degeneran se
convierten en su opuesto, decía Aristóteles. A esa verdad debemos
enfrentarnos si queremos persistir en lo que somos.
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