Mogens H. Hansen
(The
Athenian Democracy in the Age of Demosthenes)
nos recuerda que una buena parte de los asuntos que ocupaban a la asamblea del
pueblo ateniense en el siglo IV eran los premios a los mejores oradores.
El mismo asunto
preocupa a Aristóteles en la Política:
¿cómo reconocer a quién deben distribuirse los honores políticos? ¿Quiénes
deben distribuirlos? La política exige cualidades complejas imposibles de
definir adecuadamente. ¿Mucha cultura ayuda al buen gobierno? ¿Quizá el sentido
común y la modestia? En fin, como saben de sobra los lectores de este blog, la
democracia antigua instauró salarios para la participación pública que, de lo
contrario, quedaría reservada a los aristócratas.
La retribución
estaba en el centro de la democracia: sin retribuciones materiales y simbólicas
nadie participa en política. El salario ayuda a democratizar las condiciones de
acceso para los pobres. El sorteo impide que aquellos que quieren gobernar,
gobiernen e impulsa que la práctica de gobierno permita entrenarse en el
gobierno a aquellos que tienen más reparos para hacerlo: porque no se sienten
autorizados para ello, porque carecen de confianza, porque se pierden en los
tejemanejes políticos y sienten disgusto ante los mismos.
El sorteo
cobraba sentido dentro de un proceso de democratización de lo que el sociólogo
francés Daniel Gaxie (“Économie des partis et rétributions du militantisme”, Revue française de science politique,
27/1, 1977, pp. 123-154) llamó las retribuciones de la militancia.
Pero, ¿cómo? A
la política va uno por vocación, para servir al pueblo y a la causa, tanto a
los partidos como a los movimientos sociales. Yo no lo dudo. Más, la fortuna
rinde homenajes a la virtud y un conjunto de beneficios se extraen de las
entregas desinteresadas. En primer lugar, a la política no llega cualquiera y
para acceder a las tareas más gratificantes (representación, autoridad, etc.)
deben dominarse ciertas técnicas: retórica, saberes políticos y, cada vez más,
atractivo físico (a veces, solo eso y elocuencia). Como siempre el capital mima
al capital y quienes obtienen tales competencias las acumulan, siempre y cuando consigan imponerse en las
justas por el prestigio que conmueven los partidos y los movimientos sociales. Tales
justas, desgraciadamente, no siempre seleccionan a quienes mejor gobiernan y,
como señalaba Castoriadis, se disocian a menudo la capacidad de trepar y de
permanecer en política y la capacidad de gobernar o de impulsar la
movilización.
En segundo
lugar, la política permite ganarse la vida: y así debe ser o quedaría para
aristócratas -los mismos que criticaban los dispositivos institucionales de la
democracia en Atenas. Puede lograrse un cargo retribuido y estos tienden a
volver más fieles cuanto menos recursos tiene la gente –los partidos de base
popular muestran esta triste tendencia. Pero puede lograrse una compensación
simbólica: el placer de mandar, de ver a los grandes y ser visto por ellos (que
diría John Adams y que saben todos los que se fotografían con los jefes
políticos como si fueran estrellas de variedades y, aún más, quienes logran que
les pidan fotos) y, a menudo, compensaciones de la actividad laboral: las
carreras intelectuales pueden activarse con la militancia (Bourdieu odiaba por
ello a los intelectuales comprometidos cuando estos abjuraban de las normas de
rigor para complacer al mercado político), las profesionales ampliar la
clientela. Los partidos y los movimientos sociales son conscientes (en duermevela,
nunca claramente) de todo ello y se ocupan por crear puestos que satisfagan
todas las ambiciones: comisiones, fundaciones, consejeros y, ¡ay!, en países
con muchos funcionarios competentes poco aprovechados, puestos de libre
designación. Si un funcionario no vale para el trabajo o si es un faccioso y no
un servidor público que se le incoe expediente y se le expulse pero si no ¿para
qué seleccionamos a la gente por oposición?
En fin, la
política distribuye capital material y capital simbólico. Así debe ser, insisto
y es bueno ser conscientes: la gente debe dedicarse a lo público sin perder de
qué vivir y recibiendo las máximas razones para vivir con autoestima. Sucede
que el actual campo político somete a los individuos a graves filtros para
entrar en él. Filtros sociales, pues toda carrera política exige una
consagración que se compagina mal con la familia y el trabajo: Gaxie recordaba
el exceso de adolescentes, solteros, matrimonios sin hijos y jubilados. Todo mi
respeto para tales, por supuesto, pero es bueno crear condiciones para que
otras forman de habitar el mundo puedan participar. Filtros cognitivos: pues
como en todo sistema cerrado, para integrarse deben conocerse las relaciones y
los conflictos de los agentes que ocupan un lugar y que, como no puede ser de
otra manera, persisten en su ser y detestan que alguien les aparte. Perder
tiempo en todo ello parece a muchos, y no sin razón, algo desconectado de la
vocación de servicio.
El sorteo
permitiría la distribución del capital político (con sus correspondencias
materiales y de autosatisfacción) entre los no son asiduos de la política:
porque no pueden quemar sus entornos vitales y laborales sirviendo al pueblo
(en las condiciones que exige la militancia política o social) o porque
consideran costoso y a veces ridículo empaparse de toda la farfolla del
profesionalismo político (y sus conflictos por bienes y cuestiones que nadie
comprende y que tienen poco que ver con el buen gobierno) para entrar en un
partido o un movimiento social. De hecho, dejando que el azar seleccione a los
que acceden, de manera provisional y rotatoria, a la cultura política, a las
redes sociales que proporciona la política (jugosas proporcionando amistades y
a veces contactos laborales interesantes) se evita que la política sea
especialidad de, uno, de aquellos que pueden pagarse estudios y gimnasios para
ser guapos y listos; dos: de los que sacrifican su punto de vista para mantener
las compensaciones emocionales que proporciona la militancia. Tres: de quienes conocen
poco el mundo porque la política y la militancia les impiden enfrentarse a la
necesidad de buscar amigos o pareja fuera de la organización y, a veces, les
ayuda a no trabajar. Y cuatro: de los más siniestros de todos: de los
sectarios, distribuidos por todas las organizaciones, que hacen de la
integración de los pequeños grupos (los grandes son difíciles de manejar) clave
de su manejo de los recursos materiales y simbólicos de las organizaciones y
que, por tanto, necesidad depurar la pluralidad: a los que no les ríen las
gracias, a quienes compiten por hacer lo mismo que ellos.
El sorteo,
además, no elimina la representación ni los partidos. Juega un papel
complementario que permite otras formas de gestionar la vocación de servicio
público (clave en muchos militantes de partidos y de movimientos sociales.
Insisto: yo no lo dudo), otras maneras de asegurar la deliberación pública
sobre cuestiones controvertidas (por ejemplo, problemas ecológicos complejos,
innovaciones constitucionales) donde los profanos pueden solicitar la
asistencia de técnicos y emitir informes argumentados y, en fin, una cámara que
controle la corrupción política y, por supuesto, la corrupción de las propias
asambleas sorteadas.
Pero sobre
posibilidades de cámaras sorteadas hablaremos en otra entrada del blog. Esta
era sobre la democratización de las compensaciones que proporciona, y es
hermoso que así sea, la actividad política. Los que hablan de sacrificio, la
mayoría de las veces con buena fe se encuentran impregnados de la ideología
aristocrática de la política como lujo de espíritus selectos. Y se cuentan, y
nos cuentan, nos contamos, cuentos.
Comentarios
Como sucede a menudo, tu comentario es más interesante que la entrada.
Lo que dices me parece una buena descripción de lo que ocurre y lo que yo he visto en muchos lugares, incluidos los movimientos sociales. Como diría el otro: ¿qué hacer? En primer lugar, no aceptarlo como una ley de la naturaleza. E imponer e imponerse normas. Personalmente: no ceder a la desconfianza previa, poner mala cara a la maledicencia no fundamentada. Salir de la ideología de la guerra permanente, alimento del proceso en cuestión. Colectivamente: rotación de mandatos, no acumulación de cargos, sorteo combinado con elección. Ayer en un debate se dijo: el capitalismo desorganiza a las clases populares. Y llevaban razón. Si por desorganizar se entiende hacer odiosas las organizaciones, enaltecer la vida privada y sus pequeñas compensaciones, yo diría: aún más las organizaciones que dicen representarlas. Luego decimos: es la ideología del sistema. ¡No! Es la ideología de quienes han conocido a quienes combaten contra el sistema y se van porque prefieren varios amigos y hacer macramé o jugar al ajedrez que vivir así. La formamos nosotros. Al sistema lo que es del sistema. A quienes lo combaten lo que es de quienes lo combaten. Lo decía Orwell: el socialismo es magnífico pero es que cuando uno conoce a los socialistas, ¡qué pocas ganas quedan de luchar por él!
Me temo que Marx y el marxismo no son muy útiles para comprender cómo sucede eso.
No creo en la ideología del sacrificio y si algo exige demasiado sacrificio mejor dejarlo. Me explico: sacrificarse para un bien a medio o largo plazo está genial. Pero sacrificarse por organizaciones que no los van a conseguir -porque si ganan instaurarán más de lo mismo- no es racional.
Y por cierto: ojalá Izquierda Unida mejore y se mantenga. Y cambie. Para eso hay que pensar en los determinantes materiales de la política en los partidos y en los movimientos sociales. Estos últimos, pese a que se invocan siempre con arrobo un poco místico, no son mejores. Son a veces peores: porque no siquiera tienen el baño de realidad de las elecciones y pueden engolfarse en el peor politicismo. Están más cerrados al mundo que los partidos. Sus determinantes materiales, a veces los más groseros, son también, a menudo, importantísimos, sobre todo en el capitalismo de lo que Boltanski y Chiapello llamaron la "ciudad por proyectos".
De las sectas purísimas, ni hablo.
Un fuerte abrazo,
Pepe