Jesús Romero Moñivas dedica una reseña a La norma de la filosofía en Actualidad bibliográfica de filosofía y teología (nº 100, 2013, pp. 195-198).
José Luis
Moreno Pestaña es una rara especie del mundo académico actual. Filósofo y
sociólogo; en los inicios de su carrera intelectual (apenas 43 años) es, sin
embargo, un autor prolífico, fronterizo e interdisciplinar, conocido en ambos
frentes, aunque posiblemente él mismo no se reconoce enteramente en ninguno.
Sus publicaciones basculan entre lo filosófico y lo sociológico, a veces más
hacia un polo y otras en la frontera entre ambas orillas. El libro que aquí
reseñamos es su última obra, que puede encuadrarse a un tiempo en la historia y
en la sociología de la filosofía, y que además refleja en cada una de sus
páginas lo que, para Moreno Pestaña, debería de ser la filosofía. Porque, a fin
de cuentas, La norma de la filosofía
trata de eso: de cómo los juegos de consagración institucional y consagración
académica no siempre van juntos, de cómo se construyen los tipos normativos de
qué es la filosofía y quién puede ser
considerado filósofo, y de las formas de comprender las trayectorias institucionales
y intelectuales de los filósofos. Son temas estos que Moreno Pestaña ha analizado
en varias ocasiones y en diversos contextos en los últimos años. En este libro
se reúnen algunos trabajos ya publicados anteriormente, y otros inéditos, cuyo
conjunto muestra una aproximación sistemática e histórica a todas esas
cuestiones anteriores, a través de un estudio de caso: cómo la Guerra Civil y
la posguerra ayudaron a gestar el patrón filosófico español en abierta
oposición a la tradición orteguiana dominante hasta entonces. Digámoslo de
forma resumida: Moreno Pestaña muestra que tras
la Guerra Civil en España triunfó la acepción “canónica de la filosofía” (como
comentario descontextualizado de sentencias filosóficas coherentes) gracias al
“asesinato institucional” del orteguismo y su otro modelo de quehacer
filosófico.
Para comprender esta conclusión, el punto de partida se encuentra
en una tipología esencial para captar la complejidad de los juegos que se dan
en toda carrera intelectual. Esta primera tipología se refiere a los diversos
polos de excelencia intelectual: (a) reconocimiento
institucional, que hace referencia al logro de un lugar donde poder
desarrollar la actividad intelectual; (b) reconocimiento
intelectual, que supone que alguien es reconocido por sus pares de un campo
intelectual determinado; y (c) autonomía
creadora: esta última significa que el reconocimiento intelectual por los
pares puede deberse o no a una verdadera autonomía creativa del intelectual,
especialmente cuando la producción del intelectual no se limita a las
expectativas establecidas del momento (producción de ciclo corto), sino que
tiene efectos más allá incluso del marco cultural y temporal en el que se
gestaron (producción de ciclo largo). Con estos tres polos pueden comprenderse
mejor las diversas combinaciones que se pueden dar entre los intelectuales:
“desde aquel que acumula los tres tipos de consagración [...], hasta quien,
poco reconocido por sus pares y condenado a puestos institucionales marginales
[...], genera una red de atención e inspiración compleja y amplia. [...] Por
otro lado, se encuentran todas aquellas carreras consagradas por la simple
reactualización del corpus filosófico clásico [...]. O aquellas en que la gran
consagración institucional se compagina con el desdén de los pares” (p. 34). Este
cuadro y todas sus posibilidades intermedias muestran la verdadera complejidad
del campo intelectual, que por tanto no queda reducido a una sola de esas
variables.
Lo que Moreno Pestaña mostrará a lo largo del libro es
precisamente la lucha de diversos intelectuales españoles que reflejan en sus trayectorias
los juegos para acreditar o desacreditar (en el plano institucional,
intelectual o creativo) a sus contrincantes filósofos. Ahora bien, estos juegos
de acreditación-desacreaditación no se hacen estrictamente con el poder de las
armas, ni siquiera con el poder político-institucional. El campo intelectual
tiene unas reglas, y quien pretende acreditar o desacreditar a otros, debe
hacerlo siempre justificándolo a través de esas reglas argumentativas. En el
caso que analiza Moreno Pestaña, los juegos de acreditación se realiza a través
de debates entre filósofos que reúnen las siguientes propiedades: (a) si tienen
o no presencia institucional, (b) si persiguen públicos académicos
exclusivamente o también extraacadémicos, y (c) si tienen un modelo de filosofía
centrado o no en el cultivo exclusivo del canon filosófico. De estas tres
propiedades surgen ocho combinaciones posibles: no obstante, para nuestro caso las
esenciales son las dos primeras. La posición de Ortega y su escuela antes de la
Guerra suponía un grupo con presencia institucional, con públicos amplios y con
una concepción filosófica abierta (no canónica). Este grupo perdió la batalla
frente al grupo católico que salió reforzado tras la Guerra, y que se
caracterizó por tener presencia institucional, públicos amplios pero una concepción canónica de la
filosofía. Con ello, se conseguía establecer la “norma de la filosofía”
española, que como dijimos antes, implicaba la desacreditación del modelo de
filosofía desarrollado por Ortega y su escuela, fortaleciéndose el modelo
canónico de comentario de textos de autores.
Por supuesto, lo que aquí he presentado de forma teórica, Moreno
Pestaña lo demuestra empíricamente de modo especial en el capítulo 1. Allí, con
abundantes datos históricos expone las trayectorias de diversos filósofos antes
y después de la Guerra Civil, que refleja un claro cambio en las carreras
académico-institucionales y, como consecuencia, el inicio de la lucha por la
acreditación entre la posición
católico-canónica y la posición
orteguiana. Así, Moreno Pestaña nos dice que hubo carreras universitarias
que se confirmaron: jóvenes prometedores de la universidad republicana —por
ejemplo, Enrique Gómez Arboleya y Francisco Javier Conde— se convirtieron, ya
en el franquismo, en lo que esperaban ser, aunque tuvo que mediar una
conversión política más o menos vertiginosa. También se expulsó a otros
miembros que incluso los vencedores sabían más que competentes —los
intelectuales religiosos, criticando a Ortega (por ejemplo, Vicente Marrero),
no dudaban en citar a José Gaos como autoridad. En otros casos, por ejemplo el
del Yela Utrilla o en el de Joaquín Carreras Artau, la guerra les permitió
recuperar carreras que se encontraban encalladas. Otros, en fin, aceleraron su
carrera, como fue el caso de Adolfo Muñoz Alonso o Aranguren. También analiza
el reclutamiento de intelectuales de clases bajas o la exclusión de género. Este
cambio de dominio en el ámbito filosófico encontró una racionalización
justificativa a través del conocido debate entre Julián Marías (discípulo de
Ortega) y Pedro Laín Entralgo acerca de las generaciones; debate al que Moreno
Pestaña dedica el capítulo 2. Este debate muestra, como ya he indicado, que lo
político no puede por sí mismo imponerse en el debate intelectual, y que la
discusión entre el biologicismo o no en la cuestión de las generaciones,
trataba de justificar (por parte de Laín) el hecho real de que la Guerra Civil
había alterado interesadamente las sucesiones generacionales.
Ahora bien, a fin de cuentas, tras estas luchas entre facciones y
generaciones, lo que estaba en juego era la imposición de un nuevo canon o
norma de la filosofía. Es en el capítulo 3 donde Moreno Pestaña desarrolla de
manera explícita y sistemática lo que constituye el objetivo del libro: mostrar
la formación de ese nuevo canon
filosófico español frente y en oposición explícita a la tradición de
Ortega y su escuela. El modelo filosófico tanto de Ortega como de Zubiri
implicaba siempre una hibridación con las ciencias (sobre todo con las Humanas,
en el caso de Ortega, y físico-naturales, en el caso de Zubiri). Pero fue
precisamente este modelo el que fracasó, y el problema “no fue solo el catolicismo (había católicos
orteguianos, como Marías) ni la posición ideológica de Ortega (autores tan
antifascistas como Ortega, como Gabriel Marcel o Karl Jaspers no merecían
reproches filosóficos coordinados y constantes)” (p. 129). Lo que muestra
Moreno Pestaña es que el campo intelectual no está nunca completamente dominado por intereses político-ideológicos, ni
siquiera en momentos tan politizados como una posguerra y una dictadura. El
frente contra Ortega, pues, hay que entenderlo como un ataque que, aunque
teñido de intereses religiosos (catolicismo) y políticos (anti-fascismo), tuvo
como objetivo implantar un nuevo modo de comprender la filosofía y de acreditar
a un verdadero filósofo.
Curiosamente, Gaos o Marías (o el propio Zubiri), a pesar de otras
divergencias, compartían con sus “adversarios” la misma acepción de lo que
debería ser la filosofía, de ahí que fueran discutidos y criticados
respetuosamente. El caso con Ortega (o antes, con Unamuno) era distinto: a
Ortega no se le consideraba un verdadero
filósofo porque para los vencedores tras la Guerra Civil, la filosofía: (a)
sólo puede ser sistemática, (b) y debe separarse de cualquier modelo histórico
y sociológico. Rasgos, ambos, ausentes en Ortega. De hecho, no sin ironía, los
adversarios de Ortega solían decir que había sido Santiago Ramírez (punta de
lanza del escolasticismo español), el que a través de sus exposiciones sobre
Ortega había construido la filosofía sistemática que el propio Ortega nunca
pudo hacer. Y tampoco es casual que incluso Gaos o Marías sintieran como un defecto real la asistematicidad de su
maestro: ello se refleja en el hecho de que Gaos se irritara ante la
incapacidad de Ortega de escribir el prometido libro sistemático, y que Marías
no comprendiera bien la crítica radical de Ortega al escolasticismo, no en
cuanto un sistema filosófico concreto (como lo entendió Marías) sino como modo
de hacer filosofía sin referencia a marcos históricos, culturales y científicos
determinados. La ontofobia, el historicismo y la hibridación con las ciencias
de Ortega nunca pudieron ser aceptados por sus adversarios, para quienes el filósofo
verdadero trata con objetos
filosófico atemporales, descontextualizados y eternos: mientras Ortega se
preocupa de cómo son las cosas y su pensamiento queda reducido a sociología o
cultural, el filósofo verdadero se
centra en qué son las cosas, en la Verdad, y por ello es un intelectual que
sabe dialogar con los filósofos que le precedieron, sólo a través de la
discusión conceptual, sin referencia a contextos. Así, mientras que se acusaba
a Ortega de que su obra sólo se centraba en lo óntico (considerado
despectivamente), el filósofo, por el contrario, tiene que estudiar lo
ontológico, porque para el nuevo canon de la posguerra “hacer filosofía es
construir sistemas por medio del comentario de filósofos” (p. 212).
Sin embargo, el “canon orteguiano” no despareció completamente. Es
cierto que fue barrido de las facultades de filosofía por el “canon oficial”,
pero su expulsión institucional no significó su muerte intelectual. Moreno
Pestaña desarrolla en el último capítulo un ejemplo de esta revitalización en
España del debate acerca de si la filosofía debe ser una reflexión “pura” y
descontextualizada, como afirma el canon oficial, o si, por el contrario, como
opinaba Ortega, la filosofía sólo es tal en hibridación con las ciencias. La
discusión entre Manuel Sacristán y Gustavo Bueno en los años setenta muestra
que, a pesar de sus diferencias, “ambos continúan y especifican el proyecto de
Ortega de hacer filosofía en diálogo con las artes liberales de nuestro tiempo
y construir totalizaciones precarias de los saberes contemporáneos” (p. 207),
una filosofía híbrida con las ciencias humanas y físico-naturales, una
filosofía muy diferente del canon impuesto tras la Guerra Civil, que según
Sacristán se reducía a “especialistas en el ser que no conocen ente alguno” (p.
182).
Todas estas consideraciones, que yo sólo he podido nombrar, son
desmenuzadas magistralmente por la incisiva mente de Moreno Pestaña, filósofo,
sociólogo e historiador que apuesta explícitamente por el proyecto orteguiano,
frente al canon escolástico de la posguerra y la dictadura. No sólo los
sociólogos o historiadores deberían estar interesados en esta obra. Quizá, ante
todo, sean los propios filósofos, la mayor parte aún presa de ese canon (aunque
a menudo inconsciente), los que podrán aprender a reconsiderar su ejercitación
filosófica.
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